XII
Por eso, en nuestra lucha para implantar
el nuevo orden el lugar que ocupara
el mal debe quedar vacante.
No andaremos en círculo viciado,
y a marchas forzadas, como hasta ahora,
para volver al punto de partida.
Sino, que andaremos por el camino
recto hasta conseguir nuestro objetivo;
que no es otro, que el de convertirnos en
hombres.
Mirad que decimos: “hombres” en plural,
para que no halla lugar a dudas.
Pues todos tenemos este derecho
inalienable de llegar a serlo.
Un derecho que hoy, desgraciadamente,
es cercenado por las ambiciones
individualistas.
Anclado está el hombre a su hermano
por hilos invisibles, y sin él le es
imposible remontar el vuelo.
Quizá por eso, el que logra elevarse
ignorando esta ley: -nos dice el poeta-
“Contra más alto sube viene al suelo”
Sin embargo, nosotros no estamos en
contra del individualismo; sino
de su ambición.
Por eso; hermanos míos, sobre todos
los asuntos a tratar tengamos los
ojos siempre abiertos.
Entonces sucedió que otro de los oyentes se acercó a aquel que así hablaba y le dijo.
-Quizá debido a mi torpe entendimiento; buen hombre, muchas de tus palabras escapan a mi comprensión.
Sin embargo, otras me son fácilmente asimilables, por eso, me gustaría que siguiendo la línea más directa y sencilla de tu discurso; pues somos personas sencillas las que te escuchamos, nos hablaras sobre la libertad, la política y la religión, tres temas creo suficientemente importantes que a todos nos preocupan.
¿Qué papel les tenéis reservado a estos tres conceptos en ese nuevo orden al que tú constantemente te refieres?
También quisiera -continuó diciendo el hombre- que nos dijeras en nombre de quién o de quienes hablas; puesto que a veces te expresas de forma muy extraña, alternando la primera persona del singular y la del plural indistintamente. ¿Acaso sois un partido político en gestación? O por el contrario ¿Tú eres un nuevo profeta que nos anuncia otro mensaje divino?
Te advierto; buen hombre, que, sí es esto último, el mundo ya está saturado de mensajes, y no creo que el tuyo venga a solucionarnos
los problemas, que en verdad tenemos.
No obstante, tú me has caído simpático, quizá por tu forma de hablar o por la sencillez de tu porte, no sé; sólo sé que estoy dispuesto a escucharte si te dignas a continuar hablando para nosotros.-
-¡Oh hermano mío¡ -exclamó entonces mi amigo -Me complace que estés dispuesto a escucharme, aunque sólo sea para refutar luego mis palabras. Me instas a que hable sobre tres temas de la mayor importancia; pues bien, yo no tengo ningún inconveniente.
Mas, soy viejo, y estoy cansado; deja pues que descanse hasta mañana, en que a la misma hora que hoy y en este mismo lugar continuaremos mi discurso. No es mucho pedir; si en verdad estas interesado en mis palabras.- -Aquí estaré.-
Respondió el hombre, dispersándose con las demás personas que habían permanecido a la escucha. -Hasta mañana; hermanos míos.-
Les susurré viéndoles alejarse. -Hasta mañana.- Repitió mi amigo, con un hilo de voz.
Él ya bajaba con pasos cansinos las escalinatas de la fuente, y nadie, excepto yo parecía advertir ahora su figura.
-Maestro -le dije; era la primera vez que le llamaba así.
-¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Creí que te habías perdido; sabes. -¡Cómo que dónde he estado!- Respondió él.
-Acaso ¿No estuve siempre en tu corazón…?-
Desconcertado con aquella repuesta por un instante cerré los ojos,
y cuando volví a abrirlos él había desaparecido de mi vera, como si se hubiese diluido en la calima latente, que semejante a un finísimo papel de celofán movido por la brisa, parecía envolver ahora todo el entorno que me rodeaba.
Los rayos del sol caían implacables sobre la plaza, donde los mercaderes se aprestaban a recoger los bártulos para regresar a sus hogares, tras una agotadora mañana de trabajo.
Observando su laboriosa actividad pensé, que yo debía hacer lo mismo; solo que yo, no tenía bártulos que recoger ni transportar, aún así, cuando eché a caminar por aquel estrecho laberinto de fardos y tenderetes, impregnado de mil aromas distintos noté un peso adicional al que antes ya llevaba en mis espaldas.
Al día siguiente volví al mismo lugar; tal y como prometimos a aquel hombre. Aunque, a decir verdad, no estoy seguro si había pasado un día, un mes o un año, sólo sé que estaba allí, encaramado sobre la peana de la fuente y que una gran muchedumbre de gente, aún más numerosa que en días anteriores, parecían aguardar expectantes nuestra palabra.
Algunas personas de las allí presentes me resultaban familiares, por haberlas visto en días anteriores; sobre todo el hombre al que mi amigo, el profeta vagabundo, había citado aquel día para hablarle de la libertad, la religión y la política.
Entonces sentí una tremenda desazón, porque él me miraba con impaciencia y yo no hacía otra cosa que escudriñar el entorno, deseando ver aparecer por cualquier lado la figura de mi amigo.
-¿A qué estás esperando?-
Me dijo entonces aquel hombre. -A que él llegue. -respondí-
-¿Quién ha de llegar?- Me pregunto él.
Entonces comprendí la grave situación en la que me encontraba, y nunca deseé tanto que me tragase la tierra como en aquellos momentos.
Intenté huir de allí, y con esta intención, creo que me retiré unos pasos hacia atrás; pero, en realidad lo hice hacia delante.
Entonces noté en mi boca como mi lengua se despegaba perezosamente de mi paladar y, como manejada por un ente extraño a mi propio ser empezó articulando estas palabras:
Continuará...
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