cayó la primera nevada.
Las calles hanegadas y desiertas,
los árboles desnudos esqueletos
y una golondrina en mi ventana.
¿Cuál será su destino,
en qué momento habrá perdido el camino,
por qué no lo alumbra la aurora?
¿Por qué vaga en el frío invierno,
tan triste, tan sola?
Y le hablé sin hablar de boberías,
de cosas vanas,
de planes futuros y secretas esperanzas.
Le hice un hueco en mi almohada,
le abrí las puertas de mi alma;
la arropé con mi calor,
derretí la escarcha de sus alas.
Una mañana de primavera
la encontré trinando en mi balcón.
Supe que llegó el momento
de dejarla marchar,
reemprender su camino,
reconstruir su destino,
porque yo no era su presente,
ni su futuro,
ni su felicidad.
Aunque la vida me enseñó
que la soledad es una plaga
que corroe muy adentro,
tejiendo demonios con sus alas,
aprendí que la felicidad
es dar la vida, es regalar;
a veces, es saber dejar marchar.
También aprendí que las golondrinas cantan.
Aun laten y sangran vivos
su recuerdo y sus trinos,
dentro, muy dentro de mi alma.
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