Al niño le comenzaron a enseñar su nombre. Al principio se negaba, porque aquello que se decía su nombre más bien se parecía a un epitafio y nadie que estuviese cuerdo querría un epitafio. En las mejores escuelas intentaron cubrir ese abismo de no nombrarse y si bien su actitud de aprendizaje era sobresaliente, sus profesores tenían graves dificultades para llamarle la atención, pues como va dicho, no reconocía su nombre.
El muchacho fue creciendo con la certeza de tal actitud y cada vez que alguien lo llamaba, creía ver a un enterrador dando paladas escamando el aire. Y aunque muchos sospechaban su locura y otros sencillamente lo declaraban más que chiflado, creía claramente que su verdadero nombre derivaba e una trama de palabas que analizadas con absoluta paciencia, destejiendo lentamente esa tela, dejaría a la intemperie la desnudez de su ser cubriendo el velo de su alma, absolutamente sinuosa sobre su sombra. Sólo así se hallaría en condiciones de resumir en pocas letras cómo llamarse y entonces dejaría de sudar sangre en las noches insomnes, bajo la pálida luz de una lamparita que colgaba de la techumbre como un ahorcado, llena de mosquillas atrapadas por el averno suspendido e incandescente. No obstante, al cumplir los veinte años, aún no conseguía salir del laberinto. El método más tradicional de cómo conducirse por ellos, es decir, que ante cada encrucijada se debe tomar a la izquierda y siempre a la izquierda para llegar al centro, modificado convenientemente a la búsqueda de las palabras necesarias, había fracasado una y otra vez.
Entonces imaginó diferentes combinaciones proveyéndose de la cábala, porque la búsqueda -creía-, debía iniciarse en algún punto de su pasado contenido en laberintos circulares unos con otros que lo abarcaban hasta el presente y que lo lanzaban ineludiblemente al infinito.
Así, cada vez usaba más de su tiempo en meditar en estos menesteres y menos en desarrollar las obligaciones sociales propias de su distinguida familia. Un enjambre de eruditos entraron por los portones de la mansión prometiendo ayudar al perdido: evangelistas, pentecostales, católicos exorcistas, psiquiatras, psicólogos de las más variadas escuelas, brujos, quirománticos, lectores de la borra de café, médiums y curanderos. Todos desanduvieron su camino hasta la puerta sin acertar un resultado. El joven permanecía cada vez mas absorto y los familiares ya casi no reconocían su voz. De vez en cuando escupía algo como “todo es insignificante”, pero ante la pregunta de qué cosa era insignificante, un silencio volvía a apasentarse en él.
Existían ciertos momentos en que si uno escuchaba atentamente, farfullaba una especie de cantinela reiterativa, una serie casi gutural de letras probablemente desordenadas o al menos dispuestas bajo ciertas circunstancias incomprensibles cual si fuesen mantras que repetía imperceptibles las comisuras de sus labios. Luego regresaba al silencio más absoluto y sus ojos por momentos parecían olvidados del lógico acto de pestañear.
De esta manera pasaron algunos años, aunque confieso que observando la humanidad de este hombre, nadie diría que está por cumplir cuarenta y cinco. Creo que salvo el baño, no conoce otro lugar que frente a la ventana por donde pasa el cielo que le matiza los días.
La última vez que lo vi, Osmar levitaba tranquilo, con los ojos cerrados.
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