Las máquinas para amar
Las máquinas para amar crecen en árboles,
esos de gran cemento y torre impura,
allá en los callejones y en la frente
de tanto microbús que no llegó a la aurora.
Y extraen su poder del obituario,
de pardas colecciones, de rostros en la cárcel,
de navegantes sin red en gran ciberespacio
y en rondas apuradas de cerveza en los sepelios.
No crecen sin raíz, ni párpado, ni futuro,
agendan la función para un altar de novios tristes,
se acuestan, se embarazan, hacen maletas con la aurora
y epistolarrmente deciden quien se reparte a cuántos hijos.
Amarga es su salud, pero menos que el gran resto,
menos que el gran embajador de libros tristes,
que la modelo que fue violada en plena pose
para ganar un poco más ante las cámaras del desfile.
Incauto el beso no es entre sus manos calculadas,
entre las cuentas del robot que se sumerge en mecanismos
de tiempos para hurgar, para parir nuevos relojes
y a través de las edades generar nuevos insomnes.
Y así por siempre ha sido que en sus arcas van y vienen
las familias heredando piel y surcos,
marañas, telarañas, palafitos de tristezas
y vulgares carcajadas sin sentido más que el tedio.
Recreo su versión como advertencia a los durmientes,
hay manchas de su sed en nuestros labios temblorosos
y es fácil confundir nuestro destino con sus yerros.
Acaso iguales somos en la funda del efecto,
allí donde con guantes desangramos las auroras
para no manchar de llanto las mejillas del misterio.
24 11 11
Las máquinas para amar crecen en árboles,
esos de gran cemento y torre impura,
allá en los callejones y en la frente
de tanto microbús que no llegó a la aurora.
Y extraen su poder del obituario,
de pardas colecciones, de rostros en la cárcel,
de navegantes sin red en gran ciberespacio
y en rondas apuradas de cerveza en los sepelios.
No crecen sin raíz, ni párpado, ni futuro,
agendan la función para un altar de novios tristes,
se acuestan, se embarazan, hacen maletas con la aurora
y epistolarrmente deciden quien se reparte a cuántos hijos.
Amarga es su salud, pero menos que el gran resto,
menos que el gran embajador de libros tristes,
que la modelo que fue violada en plena pose
para ganar un poco más ante las cámaras del desfile.
Incauto el beso no es entre sus manos calculadas,
entre las cuentas del robot que se sumerge en mecanismos
de tiempos para hurgar, para parir nuevos relojes
y a través de las edades generar nuevos insomnes.
Y así por siempre ha sido que en sus arcas van y vienen
las familias heredando piel y surcos,
marañas, telarañas, palafitos de tristezas
y vulgares carcajadas sin sentido más que el tedio.
Recreo su versión como advertencia a los durmientes,
hay manchas de su sed en nuestros labios temblorosos
y es fácil confundir nuestro destino con sus yerros.
Acaso iguales somos en la funda del efecto,
allí donde con guantes desangramos las auroras
para no manchar de llanto las mejillas del misterio.
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