Ícaro
Esa nube tiene la forma de tu vuelo,
inesperado, tenue, preciado por las rosas,
amamantado en la distancia de los sueños que persigues,
presentido en el beso que te da la enredadera,
en el crujir de huesos de tu cuerpo en el cemento,
en la muerte que te adorna tras huir de aquella isla.
Buscaste en ese azul la primavera de tu sangre,
la libertad que el cuerpo quiere entregar a un ser amado,
un hombre a la mujer, una mujer a un hombre,
henchido en soledad, solemne de estatura,
mirando el horizonte como al amor que te impulsaba.
Tejieron esas alas las noches excitantes,
las horas del rocío condecorando tu cintura,
el semen del destierro, llorado en las arenas,
las fauces del dolor, tan semejantes al delirio.
Y alzaste en quintaesencia los brazos al destino,
dejaste sofocar el miedo en tu aleteo,
abriste de par en par tu corazón como las aves
y el cielo recibió aquel asombro que ascendía,
aquel ser infernal que se cubrió de algunas plumas
que no tenían más que ver que con el ansia del enhiesto,
con el valor del inspirado, con la humildad del ser más digno.
Y vuelas, Ícaro, resbalas por los aires,
te tejes como la hoja en las escalas del oxígeno,
levitas en el fuego de la brisa que te besa,
en el ardor de un roce que sólo el cóndor sabe,
en la piedad de un dios que pronto da bostezos.
No fue el sol el que derritió tu cera,
no fue la altura la que opacó tu hazaña,
la envidia fue, sin duda, la terca amarga envidia,
que entre los hombres tuvo el disfraz del falso asombro,
que entre los dioses gestos de celo inclaudicable.
Como si un niño pudiera hacer añicos el Olimpo,
como si un ángel desdorara la excepción de ser divinos.
Y los mortales no quisieron que alguien se alzara sobre el polvo,
sobre sus tristes cabezotas habituadas a arrastrarse,
a relamer del suelo las heces de lo eterno,
a cultivar un miedo a sus propias epopeyas,
a no asociar los sueños con una vida en que hay que conquistarlos.
Y hoy flotas, murmuras, te desprendes,
como la hoja del árbol de las historias olvidadas,
como un pañuelo desechable que enjuga lágrimas perdidas,
como ese volantín desprendido del niño y su inocencia.
Te vemos y no te vemos,
en nuestras aprendidas perspectivas,
en el tumulto del salón donde unos pocos ganan gloria
y los demás sólo el esfuerzo de sostenerlos cabizbajos.
En la ocasión de hablar a solas con ese que ya nunca fuimos,
de acariciar tus alas, la cera de tu anhelo
y la insolente majestad de algún dolor que ya no duele,
que ya no pica en nuestros ojos salvo cuando
mirando al cielo tu ausencia nos pregunta
por qué ya no volaron con el efebo estos deseos.
30 07 10
Esa nube tiene la forma de tu vuelo,
inesperado, tenue, preciado por las rosas,
amamantado en la distancia de los sueños que persigues,
presentido en el beso que te da la enredadera,
en el crujir de huesos de tu cuerpo en el cemento,
en la muerte que te adorna tras huir de aquella isla.
Buscaste en ese azul la primavera de tu sangre,
la libertad que el cuerpo quiere entregar a un ser amado,
un hombre a la mujer, una mujer a un hombre,
henchido en soledad, solemne de estatura,
mirando el horizonte como al amor que te impulsaba.
Tejieron esas alas las noches excitantes,
las horas del rocío condecorando tu cintura,
el semen del destierro, llorado en las arenas,
las fauces del dolor, tan semejantes al delirio.
Y alzaste en quintaesencia los brazos al destino,
dejaste sofocar el miedo en tu aleteo,
abriste de par en par tu corazón como las aves
y el cielo recibió aquel asombro que ascendía,
aquel ser infernal que se cubrió de algunas plumas
que no tenían más que ver que con el ansia del enhiesto,
con el valor del inspirado, con la humildad del ser más digno.
Y vuelas, Ícaro, resbalas por los aires,
te tejes como la hoja en las escalas del oxígeno,
levitas en el fuego de la brisa que te besa,
en el ardor de un roce que sólo el cóndor sabe,
en la piedad de un dios que pronto da bostezos.
No fue el sol el que derritió tu cera,
no fue la altura la que opacó tu hazaña,
la envidia fue, sin duda, la terca amarga envidia,
que entre los hombres tuvo el disfraz del falso asombro,
que entre los dioses gestos de celo inclaudicable.
Como si un niño pudiera hacer añicos el Olimpo,
como si un ángel desdorara la excepción de ser divinos.
Y los mortales no quisieron que alguien se alzara sobre el polvo,
sobre sus tristes cabezotas habituadas a arrastrarse,
a relamer del suelo las heces de lo eterno,
a cultivar un miedo a sus propias epopeyas,
a no asociar los sueños con una vida en que hay que conquistarlos.
Y hoy flotas, murmuras, te desprendes,
como la hoja del árbol de las historias olvidadas,
como un pañuelo desechable que enjuga lágrimas perdidas,
como ese volantín desprendido del niño y su inocencia.
Te vemos y no te vemos,
en nuestras aprendidas perspectivas,
en el tumulto del salón donde unos pocos ganan gloria
y los demás sólo el esfuerzo de sostenerlos cabizbajos.
En la ocasión de hablar a solas con ese que ya nunca fuimos,
de acariciar tus alas, la cera de tu anhelo
y la insolente majestad de algún dolor que ya no duele,
que ya no pica en nuestros ojos salvo cuando
mirando al cielo tu ausencia nos pregunta
por qué ya no volaron con el efebo estos deseos.
30 07 10
Hoy a las 3:23 am por caminandobajolalluvia
» MUERTE DEL SILENCIO [Dedicado a García Lorca y seguidores]
Hoy a las 3:07 am por caminandobajolalluvia
» EN TU AMOR
Jue Dic 12, 2024 2:17 pm por eledendo
» MERCADERES DEL TEMPLO
Jue Nov 14, 2024 4:55 am por caminandobajolalluvia
» CREPÚSCULO: breve cántico
Dom Nov 03, 2024 2:26 pm por eledendo
» Del esplendor imposible
Mar Oct 01, 2024 8:03 pm por caminandobajolalluvia
» Del esplendor imposible
Miér Sep 18, 2024 2:45 pm por eledendo
» Te digo adiós
Mar Sep 10, 2024 11:53 pm por kin
» Arrugas
Vie Ago 30, 2024 7:28 am por jorge enrique mantilla