En el humo del cigarrillo se había quedado ensimismado, taciturno. Durante toda su vida estuvo convencido de que el tiempo transcurría con calma, despacito, imperceptible, invariable; de hecho, cinco minutos atrás, no se le había cruzado por la cabeza esta idea lóbrega que lo había asaltado, golpeado de frente y sin exordios, dejándolo al borde del llanto.
En cualquier otra circunstancia el habría continuado sin mayores sobresaltos con sus tareas monótonamente hiladas, perfectamente acomodadas a su antojo y comodidad; sin embargo no fue así.
Hay un sentimiento que le apremia en las entrañas, hay una urgencia pateándole el tórax, hay una necesidad impostergable clavada en las agujas del reloj.
Nunca se había sentido de esta forma, nunca había visto semejante espectáculo (tampoco lo hubiera imaginado) nunca le había quedado tan claro en los ojos (esos ojos impávidos, despreciativos ; sobre todo distraídos, insolidarios.) este espectáculo que de casualidad pudo presenciar.
Mientras caminaba las escasas dos cuadras que lo separaban de la boca del subte de la línea "D" para llegar a su hogar, Nicolas, que siempre se negaba a mirar la hora de cualquier reloj que no fuera el que tenia ubicado táctica y premeditadamente en el bolsillo interno de su saco; por error (o por porque debía ser así, no puede precisarse) de soslayo alcanzó a ver como los números del reloj de la catedral se despeñaban e iban a romperse contra el suelo de la avenida.
Como cualquier persona en su sano juicio se detuvo inmediatamente y volvió a mirar; esta vez con la mayor atención que se le puede dedicar a un suceso de estas características y comprobó que no fue una alucinación producto del stress laboral que sufría desde hacia ya varios días.
En efecto vio caer los números del enorme reloj de la catedral que se esrellaban en mitad de la avenida, acompañados de un estruendo espantoso, que lo dejaba clavado en el piso del estupor y el miedo.
Entonces alguien se le acerco en silencio y junto a el contemplaba lo ocurrido sin la menor de las sorpresas.
-¿Usted está viendo lo mismo que yo?- Balbuceó Nicolas al desconocido.
-Si señor!- dijo el extraño.
-¿Y pretende hacerme creer que no le causa ninguna sorpresa?
-La verdad es que no se que le pasa, me acerque a usted porque lo noté completamente pálido y su cara de terror se ve a una cuadra de distancia.- Dijo con un esbozo de sonrisa el extraño.
-Es que no entiendo... simplemente no comprendo que esta pasando.
-¿No comprende qué señor?
-Los números!.... se caen!....
-Pero eso es completamente normal señor, no entiendo qué le preocupa.
-Cómo que es normal?- El rostro de Nicolas permanecía con la misma mueca de espanto.
-Pero claro señor, los minutos se caen y mueren a cada momento... para ser exacto, cada sesenta segundos.
-eeeemmmmm...-Nicolas no encontraba la explicación y por ende no podía ajustar sus ideas.
-O me va a decir que justo ahora se viene a dar cuenta de que los minutos se mueren (en este caso se suicidan) cada sesenta segundos?
-La verdad es que nunca lo había visto así.-Dijo al fin, sin comprender, pero resignado.
-Bueno señor, lo dejo ahora que lo noto un poco mas aliviado, hasta luego!
-Chau!-
Sin salir de su asombro había comprendido, de un modo drástico tal vez; que el tiempo fue, es y será eso. Esos números muriéndose lo pusieron al día con sus baches, con sus postergaciones, con su resignación y sus estructuras.
Esos números muriéndose lo pusieron al corriente de su propio tiempo. Quizás por eso siempre se había negado a mirar cualquier otro reloj, quizás por eso vivía tratando de evitar cualquier movimiento que lo alejara de esa rutina tan bien organizada por el.
Y ahí, con su último cigarrillo en los dedos, se vino a dar cuenta de que su tiempo había transcurrido diferente al del resto, que su temor no le había permitido percatarse, enterarse de que su vida ya no le pertenecía, porque nunca se le había ocurrido hacer el ademán de asirla, de tomarla por las orejas y dirigirla; en cambio se había permitido el lujo de organizarla para que le fuese llevadera olvidándose de esos numeritos imperceptibles que morían a cada instante; solo cuando los vio enormes como rocas, estrellándose contra la avenida; pudo percatarse de sus muertes, que en realidad le venían a anunciar la propia, la personal e impostergable.
Y así, del mismo modo en que la idea se le incrustó en la frente, así como lo tomo por sorpresa este descubrimiento del tiempo. Así mismo le dio lentamente la última bocanada a su cigarrillo, acomodó sus inútiles papeles estructurados y descartables...
y cerró los ojos.
En cualquier otra circunstancia el habría continuado sin mayores sobresaltos con sus tareas monótonamente hiladas, perfectamente acomodadas a su antojo y comodidad; sin embargo no fue así.
Hay un sentimiento que le apremia en las entrañas, hay una urgencia pateándole el tórax, hay una necesidad impostergable clavada en las agujas del reloj.
Nunca se había sentido de esta forma, nunca había visto semejante espectáculo (tampoco lo hubiera imaginado) nunca le había quedado tan claro en los ojos (esos ojos impávidos, despreciativos ; sobre todo distraídos, insolidarios.) este espectáculo que de casualidad pudo presenciar.
Mientras caminaba las escasas dos cuadras que lo separaban de la boca del subte de la línea "D" para llegar a su hogar, Nicolas, que siempre se negaba a mirar la hora de cualquier reloj que no fuera el que tenia ubicado táctica y premeditadamente en el bolsillo interno de su saco; por error (o por porque debía ser así, no puede precisarse) de soslayo alcanzó a ver como los números del reloj de la catedral se despeñaban e iban a romperse contra el suelo de la avenida.
Como cualquier persona en su sano juicio se detuvo inmediatamente y volvió a mirar; esta vez con la mayor atención que se le puede dedicar a un suceso de estas características y comprobó que no fue una alucinación producto del stress laboral que sufría desde hacia ya varios días.
En efecto vio caer los números del enorme reloj de la catedral que se esrellaban en mitad de la avenida, acompañados de un estruendo espantoso, que lo dejaba clavado en el piso del estupor y el miedo.
Entonces alguien se le acerco en silencio y junto a el contemplaba lo ocurrido sin la menor de las sorpresas.
-¿Usted está viendo lo mismo que yo?- Balbuceó Nicolas al desconocido.
-Si señor!- dijo el extraño.
-¿Y pretende hacerme creer que no le causa ninguna sorpresa?
-La verdad es que no se que le pasa, me acerque a usted porque lo noté completamente pálido y su cara de terror se ve a una cuadra de distancia.- Dijo con un esbozo de sonrisa el extraño.
-Es que no entiendo... simplemente no comprendo que esta pasando.
-¿No comprende qué señor?
-Los números!.... se caen!....
-Pero eso es completamente normal señor, no entiendo qué le preocupa.
-Cómo que es normal?- El rostro de Nicolas permanecía con la misma mueca de espanto.
-Pero claro señor, los minutos se caen y mueren a cada momento... para ser exacto, cada sesenta segundos.
-eeeemmmmm...-Nicolas no encontraba la explicación y por ende no podía ajustar sus ideas.
-O me va a decir que justo ahora se viene a dar cuenta de que los minutos se mueren (en este caso se suicidan) cada sesenta segundos?
-La verdad es que nunca lo había visto así.-Dijo al fin, sin comprender, pero resignado.
-Bueno señor, lo dejo ahora que lo noto un poco mas aliviado, hasta luego!
-Chau!-
Sin salir de su asombro había comprendido, de un modo drástico tal vez; que el tiempo fue, es y será eso. Esos números muriéndose lo pusieron al día con sus baches, con sus postergaciones, con su resignación y sus estructuras.
Esos números muriéndose lo pusieron al corriente de su propio tiempo. Quizás por eso siempre se había negado a mirar cualquier otro reloj, quizás por eso vivía tratando de evitar cualquier movimiento que lo alejara de esa rutina tan bien organizada por el.
Y ahí, con su último cigarrillo en los dedos, se vino a dar cuenta de que su tiempo había transcurrido diferente al del resto, que su temor no le había permitido percatarse, enterarse de que su vida ya no le pertenecía, porque nunca se le había ocurrido hacer el ademán de asirla, de tomarla por las orejas y dirigirla; en cambio se había permitido el lujo de organizarla para que le fuese llevadera olvidándose de esos numeritos imperceptibles que morían a cada instante; solo cuando los vio enormes como rocas, estrellándose contra la avenida; pudo percatarse de sus muertes, que en realidad le venían a anunciar la propia, la personal e impostergable.
Y así, del mismo modo en que la idea se le incrustó en la frente, así como lo tomo por sorpresa este descubrimiento del tiempo. Así mismo le dio lentamente la última bocanada a su cigarrillo, acomodó sus inútiles papeles estructurados y descartables...
y cerró los ojos.
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