sucumbí a la enredadera de vicios envenenados
que vistieron de universo elíptico
el manto oscuro y húmedo de la lluvia.
La sombra transparente giró la esquina
y se nubló la luz del término del día
al vaciar las arterias clandestinas
que congelaban las monedas tiradas en la acera.
Al cese de un estruendo
tropezaron los perros que lamían la brisa,
triturando el hogar opaco de un vagabundo cubierto de despedidas.
Un piano, a lo lejos,
alcanza a besarme los zapatos
mientras la calle se acerca a mi cabeza.
Una cucaracha hambrienta se metamorfosea con un sueño
y la nombro mía;
mía, como un vientre cubierto de esperas;
como el brillo de un faro bajo la escarcha;
mía, como el tiempo que aún no llega.
Comienza a llover y no es agua.
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