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por Perdido en ti, navego en tu simiente,
perdido en náufrago, en sombra, en vuelo acristalado sin la noche...
Perdido sin ti, la orquídea que flameaba en tempestades
fue devuelta a tu sonrisa, urdida en el espanto
de mi tumultuoso abismo, de cara a un sol de cera...
Perdidos en la bruma, no fuimos más que el desconcierto de la pluma,
tragado en noche, en mi senectud sedienta de amorío,
de juventud reverdeciendo la sempiterna unión de tu silencio,
del pájaro enhiesto en su pichón, y de la bruma de la noche en aquél astro,
aquél,
que te dejó en sombras
meciendo la mañana
con estridencia y sabor
de mujer mía.
Fue casi el Sol la palabra de tus labios,
fue el oro del deseo, vana pizca de soledad endiablada en el vino de tu locura,
la gesta de nuestro roce en un vano aliento
que mitigaba
la pelea de nuestros cuerpos
en la soledad
que abarcaba tus senos y mi pecho, desnudándose en el alba
corazones trémulos y
nuestra sangre corriendo en nuestro centro, como un ir y venir
del viento
a través de los árboles,
incendiando los pájaros
rubíes ególatras del mundo, brillando
en la oscuridad.
Fui derramándome en el casto ardid de tu vientre, semejando la curvatura del Olimpo,
el rostro claro de una niña,
la dócil estocada de un ángel clavado en mi deseo,
como un arco con flecha sostenida
en el vuelo de mi alma
penetrando en el mascarón de plata de la proa
que elevabas con la marea hundida de jazmines
y mares dormidos
únicos los dos, éramos el mismo oleaje,
la misma sombra,
la misma marea
gestando al unísono
el Sol,
que mordía nuestros cuerpos
en cada amanecer.
perdido en náufrago, en sombra, en vuelo acristalado sin la noche...
Perdido sin ti, la orquídea que flameaba en tempestades
fue devuelta a tu sonrisa, urdida en el espanto
de mi tumultuoso abismo, de cara a un sol de cera...
Perdidos en la bruma, no fuimos más que el desconcierto de la pluma,
tragado en noche, en mi senectud sedienta de amorío,
de juventud reverdeciendo la sempiterna unión de tu silencio,
del pájaro enhiesto en su pichón, y de la bruma de la noche en aquél astro,
aquél,
que te dejó en sombras
meciendo la mañana
con estridencia y sabor
de mujer mía.
Fue casi el Sol la palabra de tus labios,
fue el oro del deseo, vana pizca de soledad endiablada en el vino de tu locura,
la gesta de nuestro roce en un vano aliento
que mitigaba
la pelea de nuestros cuerpos
en la soledad
que abarcaba tus senos y mi pecho, desnudándose en el alba
corazones trémulos y
nuestra sangre corriendo en nuestro centro, como un ir y venir
del viento
a través de los árboles,
incendiando los pájaros
rubíes ególatras del mundo, brillando
en la oscuridad.
Fui derramándome en el casto ardid de tu vientre, semejando la curvatura del Olimpo,
el rostro claro de una niña,
la dócil estocada de un ángel clavado en mi deseo,
como un arco con flecha sostenida
en el vuelo de mi alma
penetrando en el mascarón de plata de la proa
que elevabas con la marea hundida de jazmines
y mares dormidos
únicos los dos, éramos el mismo oleaje,
la misma sombra,
la misma marea
gestando al unísono
el Sol,
que mordía nuestros cuerpos
en cada amanecer.
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