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por Oscar64 Vie Ago 19, 2011 11:08 amGeneraciones
Nada ha cambiado, salvo lo que somos:
una hoguera, una estrella incendiándose en la noche,
un vaso de semillas que el tiempo redecora,
un abrazo con la suerte y su ágil enramada.
Y entonces somos otros: los ríos de aquel llanto,
los montes de esa arena en que trazamos tantas vidas,
un sauce donde ayer la hierba fue ofendida
y sólo en nuestras venas tuvo amparo y sol y riego.
Y aramos el empeño con que el viento agita nubes,
con que el vaso de los días vuelca y llena su sustancia,
con nosotros como vino de un frescor que nunca muere.
Entramos, ya se sabe, a la aventura por la cuna,
celestes y mimosos, cargados de insistencia,
llamados por el padre a la elección de un albedrío,
perdidos por las hembras en el fulgor de un tacto verde.
Creció así la divisa que enredóse en nuestro pelo,
saltó la certidumbre desde un mundo de maestros
y el fuego, el fuego, el fuego adaptó su furia al canto,
su pálida herramienta a la templanza del futuro.
Así pues, avanzamos, escala entre jazmines,
peldaño entre tinieblas, gran salto a un cuerpo amado,
dejando algunos aire en las sortijas de un castillo,
algunos tempestades en la victoria de sus pueblos
y los otros simplemente una oración, un hijo, un árbol.
Llegó pronto la ausencia del juguete y del recuerdo,
se impuso el laberinto de salarios y oficinas,
de terca mansedumbre en el empleado de años y años,
la sorda vastedad de un porvenir que nunca arriba.
Brotó una casa, un pájaro, un registro de osadías,
un hombre y su mujer se adelantaron al destino,
amando y simplemente amando en su estatura
y cosechando un hijo de eternidad incierta.
Hoy que él los mira, con ojos ya encendidos,
con mapas y palomas en el paisaje de sus cuencas,
se prende por segundos a la emoción de un pacto,
de un río silencioso que lo une a tantos muertos,
de un gozo celebrado por sus pasos en la hierba.
Nada ha cambiado, pues, salvo que seremos
lo que un hijo en este mundo ya descubre desde un beso.
06 02 11
Nada ha cambiado, salvo lo que somos:
una hoguera, una estrella incendiándose en la noche,
un vaso de semillas que el tiempo redecora,
un abrazo con la suerte y su ágil enramada.
Y entonces somos otros: los ríos de aquel llanto,
los montes de esa arena en que trazamos tantas vidas,
un sauce donde ayer la hierba fue ofendida
y sólo en nuestras venas tuvo amparo y sol y riego.
Y aramos el empeño con que el viento agita nubes,
con que el vaso de los días vuelca y llena su sustancia,
con nosotros como vino de un frescor que nunca muere.
Entramos, ya se sabe, a la aventura por la cuna,
celestes y mimosos, cargados de insistencia,
llamados por el padre a la elección de un albedrío,
perdidos por las hembras en el fulgor de un tacto verde.
Creció así la divisa que enredóse en nuestro pelo,
saltó la certidumbre desde un mundo de maestros
y el fuego, el fuego, el fuego adaptó su furia al canto,
su pálida herramienta a la templanza del futuro.
Así pues, avanzamos, escala entre jazmines,
peldaño entre tinieblas, gran salto a un cuerpo amado,
dejando algunos aire en las sortijas de un castillo,
algunos tempestades en la victoria de sus pueblos
y los otros simplemente una oración, un hijo, un árbol.
Llegó pronto la ausencia del juguete y del recuerdo,
se impuso el laberinto de salarios y oficinas,
de terca mansedumbre en el empleado de años y años,
la sorda vastedad de un porvenir que nunca arriba.
Brotó una casa, un pájaro, un registro de osadías,
un hombre y su mujer se adelantaron al destino,
amando y simplemente amando en su estatura
y cosechando un hijo de eternidad incierta.
Hoy que él los mira, con ojos ya encendidos,
con mapas y palomas en el paisaje de sus cuencas,
se prende por segundos a la emoción de un pacto,
de un río silencioso que lo une a tantos muertos,
de un gozo celebrado por sus pasos en la hierba.
Nada ha cambiado, pues, salvo que seremos
lo que un hijo en este mundo ya descubre desde un beso.
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