Dejó caer entre sus piernas el rojo satén
sonreía dichosa al escuchar su respiración
-había jugado al gato y el ratón-
se sabía demasiado mujer para entregarse a el.
Retocó su sonrisa, con carmin amanecer
perfumó sus hombros con rocío de Chanel
se comtemplo al espejo, soltando su oscuro cabello
mientras el rogaba que bebiera de su ser.
Tomó entre sus blancas manos
una daga labrada de plata y nacar
-era un estorbo ese enfermizo amor-
y sentada sobre sus piernas el pecho le abrió.
Limpió sus manos en el destrozado corazón
al fin los ilusos, sueñan con su amor
ninguno merece contemplar su albor
y volvió al espejo a empolvar su rubor.
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