(En su cadencioso caminar por el largo pasillo que habían tomado los Cardenales cuando salieron de las estancias del Papa, habían llegado a otra sala donde ahora conversaban. Marcinkus, ante la insistencia del Cardenal I por conocer la noticia, dice.)
(Marcinkus---)
Bueno;
Ya que lo quieren saber…
Acomódense en las sillas.
(Cardenal I al oído del II)
(Promete ser de interés.)
(Marcinkus---)
Es una cosa sencilla,
y extraordinaria a la vez;
que te eleva, que te humilla,
que te hace comprender
que de Cristo, la semilla
aunque lenta y a hurtadillas,
no ha parado de crecer.
Una noticia preclara
que, a hombres como nosotros,
nos hace bajar la cara,
y oprime nuestros escrotos
cuando pisamos el ara.
(Cardenal I, irónico---)
Pues, sí que es noticia rara…
(Marcinkus---)
No mancille Su Eminencia,
con malévola ironía,
la verdad de esta alegría
que brilla como mil soles,
ante los burdos faroles
que alumbran el alma mía.
(Cardenal I---)
No quisiera interrumpir
Marcinkus, vuestra versión.
Mas, siendo tal la ocasión…
¿Consideráis oportuno
un acto de contrición?
La noticia; con perdón,
¿Viene o no viene a este tema?
Porque, según mi opinión;
más bien parece un poema
de mística inspiración.
(Marcinkus---)
Creo, Cardenal; que sí viene…
viene volando en el viento
para dejar en su puesto
a personajes ruines,
que no tienen otros fines
que no sean ¡vivir del cuento!
y, para decirme viene
que yo, entre ellos me cuento.
(Cardenal II---)
Pero, Marcinkus ¿Estáis bien…?
(Marcinkus---)
Ya, ya, Eminencia; tranquilo…
ya sé que os tengo en vilo
por saber de qué se trata;
pensarán y con razón,
el por qué no me espabilo
y no les doy más la lata.
Recuerden que, si hablo así
es porque me lo han pedido.
Resulta que: El otro día,
estando fiel en mi puesto,
en ese despacho infecto
que tengo en secretaría,
tratando; que tontería,
de encontrar una salida
a la manzana podrida,
que es nuestra economía…
la cabeza me dolía
de tanto telefonazo,
y de tanto estamponazo
que el secretario emitía;
que más que dar con el sello
con un mazo parecía.
Tenía el índice cansado
de marcar y más marcar,
y el oído lacerado
de escuchar al otro lado
tanta ternura y halago,
para después me colgar
sin nadie haberme ayudado.
Me sentía tan derrotado,
por tanta puerta cerrada,
que no me quedaban fuerzas
para hacer otra llamada.
En mi cerebro bullían
las palabras que aquel día
me vi obligado a escuchar,
tan llenas de ambigüedad,
de mentira y cobardía;
que, el manto de hipocresía
con que se querían tapar,
resultó de celofán,
aunque yo no los veía.
Bancos, Cajas, Financieras
cerradas a cal y canto,
al diplomático encanto
de mis quejas plañideras.
Y, para colmo de mi espanto;
las Ordenes religiosas,
que, a esta casa deben tanto,
de su poder orgullosas,
nos hicieron otro tanto.
(Cardenal II---)
¡Qué horror!
Si el Papa llega a enterarse…
Seguro le da otro infarto.
(Cardenal I---)
Hizo bien en no atenderos;
pues, si estas cosas supiese…
(Cardenal II---)
No obstante; nadie se alarme,
pero, si él continua así…
¡No me extraña que la palme!
(Marcinkus---)
Tengo la plena certeza
que, si me hubiera escuchado,
al menos, le habría bajado
los humos de la cabeza.
(Cardenal II---)
Con una noticia así…
Yo no lo creo, la verdad;
a no ser que haya algo más,
que no nos halláis contado…
(Marcinkus---)
Es que no me habéis dejado.
La historia me habéis cortado,
sin llegar ni a la mitad.
(Cardenal II---)
Perdón. Por favor continuad.
(Marcinkus, grandilocuente)
Siendo la rosa una flor,
la más hermosa y más fina,
nada resta a su primor
tener la parte inferior
poblada de aguda espina.
(Los dos Cardenales aplauden al unísono la quintilla que acaba de hacer Marcinkus. )
(Cardenal II---)
Sois, Marcinkus, superior.
(Cardenal I---)
Sublime; diría el poeta.
¿Por qué de todos oculta,
Eminencia, tuvisteis
esta faceta?
(Marcinkus---)
Por ser muy reciente en mí;
apenas hace unos días
que yo mismo la sentí.
(Cardenal II---)
Por favor, continuad.
No perdamos ya más tiempo;
según vuestro bello ejemplo,
estamos en la mitad.
(Marcinkus---)
Al colmo de mi paciencia,
hablo ya, desde aquel día;
cerrando la celosía
me acomodé en mi sillón,
cuando me dan la razón
de que audiencia me pedían.
-¡Que venga en otra ocasión!-
Le dije a mi secretario,
quien vino con la noticia
y me miraba expectante.
Y él me respondió llorando
que no daba esta razón;
siendo tal la demandante.
¿Y quien es? –le pregunté-
-Quiere darle una sorpresa.-
Y tú, le sigues el juego…
-le dije con aspereza,
mirándole frente a frente-
¿No ves cómo está el ambiente…?
¡Ay Señor, qué cruz, qué cruz!
-Eminencia, os lo ruego;
que no es carne de pasillo-
Me imploró aquel pobrecillo
en favor de la mujer.
¡Pues, hazla entrar de una vez,
si le tienes tanto apego!
Se marchó muy presuroso
el joven seminarista,
sin darme ninguna pista
de quien era la mujer;
deduje que era mujer,
pues dijo, “la demandante.”
¿Quién será? Me pregunté,
esa señora importante,
que así logró conmover
el bueno de mi ayudante.
Que viene a pedir… ¡seguro!
deduje por convicción,
mientras cerraba el cajón,
luego de coger un puro.
Por suerte, no tuve tiempo
de encender el grueso habano;
el taconeo tan cercano
que escuché en el corredor,
me hizo sentir pudor,
y lo solté de mi mano.
-¿Da permiso Su Eminencia…?-
Mi permiso concedido. (respondí)
Las bisagras de la puerta
emitieron su chirrido,
y yo quedé sorprendido
por tanta magnificencia.
(Marcinkus hace una pausa, como emocionado por el recuerdo de aquellos momentos que ahora revivía. Los dos Cardenales le miraban expectantes instándole a continuar con la historia.)
(Cardenal I---)
Eminencia, por favor;
no nos haga padecer,
decidnos ya de una vez
quien era aquella mujer.
(Marcinkus---)
Una monja diminuta,
de aspecto insignificante;
pero, he aquí la maravilla,
ante ella, yo, un pigmeo
me sentí en aquel instante.
Esta monja diminuta,
no mayor que una colilla,
se me postró de rodillas
haciéndome más enano,
y tomó mi gruesa mano
entre las suyas, enjutas,
de pronunciados nudillos,
y tras besar mis anillos
me dijo así, resoluta:
-Soy Teresa de Calcuta-
Ya os conozco, Sor caridad.
-Eminencia, perdonad
si esta pobre pedigüeña
ha venido a importunar.-
Por favor, hermana, alzaos.
No me hagáis sentir pequeño.
Y con semblante risueño
tomó postura normal.
Para Teresa, es normal
su cuerpecillo encorvado;
por el trabajo cansado
muestra un rostro macilento,
por mil arrugas surcado,
por mil razones contento.
Como el del pobre indigente
surgido de la penumbra
es su semblante aparente;
mas, el áurea de su frente
como los cielos relumbra.
-¿Cómo está Su Santidad?-
Va tirando, como siempre.
-Decidle que pregunté.-
No temáis, se lo diré;
para él será un consuelo.
Bueno; hermana, ¿Qué hay de nuevo
por esos mundos de Dios…?
-De todo, menos amor.-
¡Ay, hermana! Eso no es nuevo.
-Bueno…- Añadió la pobrecilla.
- Siempre queda un rinconcito
en el corazón humano,
donde del Cristo Bendito
crece la buena semilla.-
Debe ser muy pequeñito…
-Pequeñito, sí, pero brilla;
y ya sabe, Su Eminencia,
el efecto que produce
en las tinieblas cerradas
encender una cerilla.-
Hablamos de muchas cosas,
unas, las más, escabrosas;
otras, las menos, triviales.
Me contó de sus leprosos,
de sus infinitos males;
de cómo las mariposas
vuelan las aguas gloriosas
del Ganger y sus arrozales.
Aprovechando este encuentro,
hermana, ¡La felicito!
Nunca fue tan acertado,
en bien de la humanidad,
ese premio que le han dado
por su infinita bondad.
-Muchas gracias, Eminencia;
mas, si os digo la verdad…
No me siento tan contenta.-
¡Hermana que estáis diciendo!
No comprendo esa actitud,
ante un honor semejante…
-Pues yo me siento una extraña
con algo tan importante.
Ya que este premio; no obstante,
que excita mi vanidad,
no cubre ni la mitad
del gasto que necesito,
para arreglar un poquito
mi saturado Hospital.-
Su valor… Es sustancial…
Le dije a la defensiva.
Pues, comprendí de seguida
lo que quería en realidad.
Y, esta vez en verdad,
nada le podía ofrecer
a aquella noble mujer,
que era toda caridad.
-Ya lo sé, que es sustancial,
Eminencia; faltaría mas…
Este dinero, en verdad,
me viene, como un regalo
casi llovido del cielo,
para gastarlo en consuelo
del pobre necesitado;
pues, ya sabe Su Eminencia,
cuan numerosa es la grey
que en Calcuta y en Bombay
pululan la pestilencia.
Este mundo de indigencia,
oprobio del ser humano,
está de Dios más cercano
que aquel otro, de opulencia.
Por ellos acepte el premio
cargado de vanidad,
por ellos puedo pecar
cuando me siento ambiciosa,
por conseguir cualquier cosa
con que les pueda aliviar
su miseria dolorosa.-
¡Ay, hermana! Aunque se empeñe;
erradicar no podréis
las miserias de este mundo.
Os lo dice uno que entiende…
Son como un pozo profundo
que engulle cuanto le echéis,
y su nivel no trasciende.
-Eso, Eminencia, depende
de qué le echemos al pozo…
Si son migajas, seguro
que el nivel en el futuro,
si aumenta, será muy poco;
en cambio, si echáramos
nada más lo que nos sobra
y a la basura tiramos…
Pronto palparían su fondo
la palma de nuestras manos.-
Reconozco que es verdad,
hermana cuanto decid;
pero el mundo está hecho así,
y no es fácil de cambiar.
Existe otra realidad
más recóndita y sutil,
que nos hace ser así,
aún a nuestro pesar.
No es sencillo de explicar
lo que os intento decir;
y no quisiera incurrir
en alguna ambigüedad,
que os hiciera pensar
que soy insensible o ruin.
-Jamás una cosa así
osaría pensar siquiera,
por mucho que os oyera
comentar o discutir.
No he venido aquí a juzgar,
sino, Eminencia, a pedir.-
Ya lo supe, en cuanto os vi.
-Luego, Eminencia, decid;
vos conocéis mis proyectos,
mi obra y necesidad…
Fijar una cantidad
sin que os duelan los ceros
en el papel estampar;
que yo sabré transformar
en amor esos dineros.-
Hermana; tomad asiento:
-le dije con voz quebrada-
Ya sabéis que, en todo tiempo
por nos habéis sido amada,
y que siempre, poco o mucho,
esta casa, saturada
con las miserias del mundo,
por ser también vuestra casa,
respondió a vuestra llamada.
-Eso lo afirmo, Eminencia;
pero, esa cara hoy ajada,
y esa voz rota, Eminencia…
¿Acaso hice algo mal,
que ahora deba, Su Eminencia,
reprochármelo…? Si es así,
no le duela soltar prenda;
bien sé que de vez en cuando
merezco una reprimenda.-
Hermana, por caridad
no me hagáis más duro el trance;
vos sois ajena a este lance,
nada os quiero reprochar.
Escuchadme con paciencia.
-Perdone vuestra Eminencia.-
Respondió con humildad.
Tras una pausa en silencio,
que eterna me pareció,
comencé la narración
de lo que todos sabemos;
mientras sus ojos serenos,
se clavaban en los míos,
como dos escalofríos,
de blancos zafiros llenos.
Ni una queja, ni un reproche
pronunció en ningún momento,
ni una exclamación siquiera
con la que inculpar pudiera
a nadie del triste evento.
-Oh, Eminencia, cuan lo siento.-
Me dijo muy angustiada.
-Venir en estos momentos,
con mi lata acostumbrada,
a aumentar sus sufrimientos.-
Se levantó lentamente
la pequeña misionera
y, hurgando en su faltriquera,
con nerviosismo evidente,
sacó un sobre azul celeste
que me entregó muy ligera.
Y, restándole importancia
a aquella acción tan hermosa,
al darme el sobre me dijo,
entre cuitada y nerviosa.
-Sé que es una menudencia,
que no arreglará gran cosa.
Quedad con Dios, Eminencia;
me voy, con vuestro permiso,
y siento que mi presencia
os haya puesto en el trance
de tan duro compromiso.-
No tiene importancia, hermana;
lo que de veras lamento
es no poder ayudaros
en vuestro hermoso proyecto.
-Lo haréis en otro momento;
no os faltará ocasión…-
Me pidió la bendición,
y tras besarme el anillo,
la vi alejarse despacio
por el helado pasillo.
(Los dos Cardenales quedan estupefactos tras oír el relato de Marcinkus. Emocionados dicen.)
(Cardenal II---)
¡Una Santa, esa mujer!
(Cardenal I---)
Para vos debió ser duro
no poderla socorrer.
(Marcinkus---)
Sí que lo fue; os lo aseguro.
Pero, el momento más duro
lo experimenté después.
Una vez hubo salido
la hermana de aposento,
por largo espacio de tiempo
quedé triste y abatido;
pensando que, lo ocurrido
por mi culpa había pasado.
Cuando aquel sobre cerrado,
del que, por poco me olvido,
ejerce en mí el atractivo
de abrirlo con gran cuidado.
Cojo el sobre de la mesa,
por su misterio intrigado
y, cual sería mi sorpresa
cuando al abrir el papel
veo que contienes un talón;
íntegro el premio Nobel
con la firma de Teresa.
(Cardenal I---)
¡Por Cristo! Que esa mujer
es la bondad en carne y hueso.
(Cardenal II---)
¿Y qué vais a hacer con eso…?
(Marcinkus---)
Se lo pienso devolver.
No sería yo bien nacido
si aceptara este presente.
(Cardenal I---)
¡Vaya lección sorprendente
la que nos da esa mujer…!
(Cardenal II---)
Se lo decimos a él…?
(Cardenal I---)
Sería lo más conveniente;
es un hecho sorprendente,
que le convendría saber.
(Marcinkus---)
No, Eminencias ¡Yo ahí no entro!
¿Y si no echa otra vez…?
(Cardenal II---)
Hemos de correr el riesgo.
(Marcinkus---)
De verdad, ¡Qué no me atrevo!
(Cardenal I---)
¿Acaso le tenéis miedo…?
(Marcinkus---)
No es miedo, es por dignidad.
Ya vieron como me trata…
(Cardenal II---)
¿No habrá algo de soberbia
Marcinkus, en vuestro talante…?
(Marcinkus---)
Eso creéis, Eminencia…
(Cardenal II---)
Yo sólo os pregunto…
(Marcinkus---)
¡Ah, sí! Pues, adelante.
(Vuelven sobres sus pasos los tres Cardenales hacia las estancias del Papa, Ven la puesta entornada y uno de ellos asoma la cabeza sigilosamente, y ve a Su Santidad postrado de rodillas sobre un reclinatorio rezando en voz alta. El Cardenal se vuelve hacia los otros y dice.)
(Cardenal I---)
Está rezando…
(Marcinkus---)
Veámoslo…
(Marcinkus---)
Bueno;
Ya que lo quieren saber…
Acomódense en las sillas.
(Cardenal I al oído del II)
(Promete ser de interés.)
(Marcinkus---)
Es una cosa sencilla,
y extraordinaria a la vez;
que te eleva, que te humilla,
que te hace comprender
que de Cristo, la semilla
aunque lenta y a hurtadillas,
no ha parado de crecer.
Una noticia preclara
que, a hombres como nosotros,
nos hace bajar la cara,
y oprime nuestros escrotos
cuando pisamos el ara.
(Cardenal I, irónico---)
Pues, sí que es noticia rara…
(Marcinkus---)
No mancille Su Eminencia,
con malévola ironía,
la verdad de esta alegría
que brilla como mil soles,
ante los burdos faroles
que alumbran el alma mía.
(Cardenal I---)
No quisiera interrumpir
Marcinkus, vuestra versión.
Mas, siendo tal la ocasión…
¿Consideráis oportuno
un acto de contrición?
La noticia; con perdón,
¿Viene o no viene a este tema?
Porque, según mi opinión;
más bien parece un poema
de mística inspiración.
(Marcinkus---)
Creo, Cardenal; que sí viene…
viene volando en el viento
para dejar en su puesto
a personajes ruines,
que no tienen otros fines
que no sean ¡vivir del cuento!
y, para decirme viene
que yo, entre ellos me cuento.
(Cardenal II---)
Pero, Marcinkus ¿Estáis bien…?
(Marcinkus---)
Ya, ya, Eminencia; tranquilo…
ya sé que os tengo en vilo
por saber de qué se trata;
pensarán y con razón,
el por qué no me espabilo
y no les doy más la lata.
Recuerden que, si hablo así
es porque me lo han pedido.
Resulta que: El otro día,
estando fiel en mi puesto,
en ese despacho infecto
que tengo en secretaría,
tratando; que tontería,
de encontrar una salida
a la manzana podrida,
que es nuestra economía…
la cabeza me dolía
de tanto telefonazo,
y de tanto estamponazo
que el secretario emitía;
que más que dar con el sello
con un mazo parecía.
Tenía el índice cansado
de marcar y más marcar,
y el oído lacerado
de escuchar al otro lado
tanta ternura y halago,
para después me colgar
sin nadie haberme ayudado.
Me sentía tan derrotado,
por tanta puerta cerrada,
que no me quedaban fuerzas
para hacer otra llamada.
En mi cerebro bullían
las palabras que aquel día
me vi obligado a escuchar,
tan llenas de ambigüedad,
de mentira y cobardía;
que, el manto de hipocresía
con que se querían tapar,
resultó de celofán,
aunque yo no los veía.
Bancos, Cajas, Financieras
cerradas a cal y canto,
al diplomático encanto
de mis quejas plañideras.
Y, para colmo de mi espanto;
las Ordenes religiosas,
que, a esta casa deben tanto,
de su poder orgullosas,
nos hicieron otro tanto.
(Cardenal II---)
¡Qué horror!
Si el Papa llega a enterarse…
Seguro le da otro infarto.
(Cardenal I---)
Hizo bien en no atenderos;
pues, si estas cosas supiese…
(Cardenal II---)
No obstante; nadie se alarme,
pero, si él continua así…
¡No me extraña que la palme!
(Marcinkus---)
Tengo la plena certeza
que, si me hubiera escuchado,
al menos, le habría bajado
los humos de la cabeza.
(Cardenal II---)
Con una noticia así…
Yo no lo creo, la verdad;
a no ser que haya algo más,
que no nos halláis contado…
(Marcinkus---)
Es que no me habéis dejado.
La historia me habéis cortado,
sin llegar ni a la mitad.
(Cardenal II---)
Perdón. Por favor continuad.
(Marcinkus, grandilocuente)
Siendo la rosa una flor,
la más hermosa y más fina,
nada resta a su primor
tener la parte inferior
poblada de aguda espina.
(Los dos Cardenales aplauden al unísono la quintilla que acaba de hacer Marcinkus. )
(Cardenal II---)
Sois, Marcinkus, superior.
(Cardenal I---)
Sublime; diría el poeta.
¿Por qué de todos oculta,
Eminencia, tuvisteis
esta faceta?
(Marcinkus---)
Por ser muy reciente en mí;
apenas hace unos días
que yo mismo la sentí.
(Cardenal II---)
Por favor, continuad.
No perdamos ya más tiempo;
según vuestro bello ejemplo,
estamos en la mitad.
(Marcinkus---)
Al colmo de mi paciencia,
hablo ya, desde aquel día;
cerrando la celosía
me acomodé en mi sillón,
cuando me dan la razón
de que audiencia me pedían.
-¡Que venga en otra ocasión!-
Le dije a mi secretario,
quien vino con la noticia
y me miraba expectante.
Y él me respondió llorando
que no daba esta razón;
siendo tal la demandante.
¿Y quien es? –le pregunté-
-Quiere darle una sorpresa.-
Y tú, le sigues el juego…
-le dije con aspereza,
mirándole frente a frente-
¿No ves cómo está el ambiente…?
¡Ay Señor, qué cruz, qué cruz!
-Eminencia, os lo ruego;
que no es carne de pasillo-
Me imploró aquel pobrecillo
en favor de la mujer.
¡Pues, hazla entrar de una vez,
si le tienes tanto apego!
Se marchó muy presuroso
el joven seminarista,
sin darme ninguna pista
de quien era la mujer;
deduje que era mujer,
pues dijo, “la demandante.”
¿Quién será? Me pregunté,
esa señora importante,
que así logró conmover
el bueno de mi ayudante.
Que viene a pedir… ¡seguro!
deduje por convicción,
mientras cerraba el cajón,
luego de coger un puro.
Por suerte, no tuve tiempo
de encender el grueso habano;
el taconeo tan cercano
que escuché en el corredor,
me hizo sentir pudor,
y lo solté de mi mano.
-¿Da permiso Su Eminencia…?-
Mi permiso concedido. (respondí)
Las bisagras de la puerta
emitieron su chirrido,
y yo quedé sorprendido
por tanta magnificencia.
(Marcinkus hace una pausa, como emocionado por el recuerdo de aquellos momentos que ahora revivía. Los dos Cardenales le miraban expectantes instándole a continuar con la historia.)
(Cardenal I---)
Eminencia, por favor;
no nos haga padecer,
decidnos ya de una vez
quien era aquella mujer.
(Marcinkus---)
Una monja diminuta,
de aspecto insignificante;
pero, he aquí la maravilla,
ante ella, yo, un pigmeo
me sentí en aquel instante.
Esta monja diminuta,
no mayor que una colilla,
se me postró de rodillas
haciéndome más enano,
y tomó mi gruesa mano
entre las suyas, enjutas,
de pronunciados nudillos,
y tras besar mis anillos
me dijo así, resoluta:
-Soy Teresa de Calcuta-
Ya os conozco, Sor caridad.
-Eminencia, perdonad
si esta pobre pedigüeña
ha venido a importunar.-
Por favor, hermana, alzaos.
No me hagáis sentir pequeño.
Y con semblante risueño
tomó postura normal.
Para Teresa, es normal
su cuerpecillo encorvado;
por el trabajo cansado
muestra un rostro macilento,
por mil arrugas surcado,
por mil razones contento.
Como el del pobre indigente
surgido de la penumbra
es su semblante aparente;
mas, el áurea de su frente
como los cielos relumbra.
-¿Cómo está Su Santidad?-
Va tirando, como siempre.
-Decidle que pregunté.-
No temáis, se lo diré;
para él será un consuelo.
Bueno; hermana, ¿Qué hay de nuevo
por esos mundos de Dios…?
-De todo, menos amor.-
¡Ay, hermana! Eso no es nuevo.
-Bueno…- Añadió la pobrecilla.
- Siempre queda un rinconcito
en el corazón humano,
donde del Cristo Bendito
crece la buena semilla.-
Debe ser muy pequeñito…
-Pequeñito, sí, pero brilla;
y ya sabe, Su Eminencia,
el efecto que produce
en las tinieblas cerradas
encender una cerilla.-
Hablamos de muchas cosas,
unas, las más, escabrosas;
otras, las menos, triviales.
Me contó de sus leprosos,
de sus infinitos males;
de cómo las mariposas
vuelan las aguas gloriosas
del Ganger y sus arrozales.
Aprovechando este encuentro,
hermana, ¡La felicito!
Nunca fue tan acertado,
en bien de la humanidad,
ese premio que le han dado
por su infinita bondad.
-Muchas gracias, Eminencia;
mas, si os digo la verdad…
No me siento tan contenta.-
¡Hermana que estáis diciendo!
No comprendo esa actitud,
ante un honor semejante…
-Pues yo me siento una extraña
con algo tan importante.
Ya que este premio; no obstante,
que excita mi vanidad,
no cubre ni la mitad
del gasto que necesito,
para arreglar un poquito
mi saturado Hospital.-
Su valor… Es sustancial…
Le dije a la defensiva.
Pues, comprendí de seguida
lo que quería en realidad.
Y, esta vez en verdad,
nada le podía ofrecer
a aquella noble mujer,
que era toda caridad.
-Ya lo sé, que es sustancial,
Eminencia; faltaría mas…
Este dinero, en verdad,
me viene, como un regalo
casi llovido del cielo,
para gastarlo en consuelo
del pobre necesitado;
pues, ya sabe Su Eminencia,
cuan numerosa es la grey
que en Calcuta y en Bombay
pululan la pestilencia.
Este mundo de indigencia,
oprobio del ser humano,
está de Dios más cercano
que aquel otro, de opulencia.
Por ellos acepte el premio
cargado de vanidad,
por ellos puedo pecar
cuando me siento ambiciosa,
por conseguir cualquier cosa
con que les pueda aliviar
su miseria dolorosa.-
¡Ay, hermana! Aunque se empeñe;
erradicar no podréis
las miserias de este mundo.
Os lo dice uno que entiende…
Son como un pozo profundo
que engulle cuanto le echéis,
y su nivel no trasciende.
-Eso, Eminencia, depende
de qué le echemos al pozo…
Si son migajas, seguro
que el nivel en el futuro,
si aumenta, será muy poco;
en cambio, si echáramos
nada más lo que nos sobra
y a la basura tiramos…
Pronto palparían su fondo
la palma de nuestras manos.-
Reconozco que es verdad,
hermana cuanto decid;
pero el mundo está hecho así,
y no es fácil de cambiar.
Existe otra realidad
más recóndita y sutil,
que nos hace ser así,
aún a nuestro pesar.
No es sencillo de explicar
lo que os intento decir;
y no quisiera incurrir
en alguna ambigüedad,
que os hiciera pensar
que soy insensible o ruin.
-Jamás una cosa así
osaría pensar siquiera,
por mucho que os oyera
comentar o discutir.
No he venido aquí a juzgar,
sino, Eminencia, a pedir.-
Ya lo supe, en cuanto os vi.
-Luego, Eminencia, decid;
vos conocéis mis proyectos,
mi obra y necesidad…
Fijar una cantidad
sin que os duelan los ceros
en el papel estampar;
que yo sabré transformar
en amor esos dineros.-
Hermana; tomad asiento:
-le dije con voz quebrada-
Ya sabéis que, en todo tiempo
por nos habéis sido amada,
y que siempre, poco o mucho,
esta casa, saturada
con las miserias del mundo,
por ser también vuestra casa,
respondió a vuestra llamada.
-Eso lo afirmo, Eminencia;
pero, esa cara hoy ajada,
y esa voz rota, Eminencia…
¿Acaso hice algo mal,
que ahora deba, Su Eminencia,
reprochármelo…? Si es así,
no le duela soltar prenda;
bien sé que de vez en cuando
merezco una reprimenda.-
Hermana, por caridad
no me hagáis más duro el trance;
vos sois ajena a este lance,
nada os quiero reprochar.
Escuchadme con paciencia.
-Perdone vuestra Eminencia.-
Respondió con humildad.
Tras una pausa en silencio,
que eterna me pareció,
comencé la narración
de lo que todos sabemos;
mientras sus ojos serenos,
se clavaban en los míos,
como dos escalofríos,
de blancos zafiros llenos.
Ni una queja, ni un reproche
pronunció en ningún momento,
ni una exclamación siquiera
con la que inculpar pudiera
a nadie del triste evento.
-Oh, Eminencia, cuan lo siento.-
Me dijo muy angustiada.
-Venir en estos momentos,
con mi lata acostumbrada,
a aumentar sus sufrimientos.-
Se levantó lentamente
la pequeña misionera
y, hurgando en su faltriquera,
con nerviosismo evidente,
sacó un sobre azul celeste
que me entregó muy ligera.
Y, restándole importancia
a aquella acción tan hermosa,
al darme el sobre me dijo,
entre cuitada y nerviosa.
-Sé que es una menudencia,
que no arreglará gran cosa.
Quedad con Dios, Eminencia;
me voy, con vuestro permiso,
y siento que mi presencia
os haya puesto en el trance
de tan duro compromiso.-
No tiene importancia, hermana;
lo que de veras lamento
es no poder ayudaros
en vuestro hermoso proyecto.
-Lo haréis en otro momento;
no os faltará ocasión…-
Me pidió la bendición,
y tras besarme el anillo,
la vi alejarse despacio
por el helado pasillo.
(Los dos Cardenales quedan estupefactos tras oír el relato de Marcinkus. Emocionados dicen.)
(Cardenal II---)
¡Una Santa, esa mujer!
(Cardenal I---)
Para vos debió ser duro
no poderla socorrer.
(Marcinkus---)
Sí que lo fue; os lo aseguro.
Pero, el momento más duro
lo experimenté después.
Una vez hubo salido
la hermana de aposento,
por largo espacio de tiempo
quedé triste y abatido;
pensando que, lo ocurrido
por mi culpa había pasado.
Cuando aquel sobre cerrado,
del que, por poco me olvido,
ejerce en mí el atractivo
de abrirlo con gran cuidado.
Cojo el sobre de la mesa,
por su misterio intrigado
y, cual sería mi sorpresa
cuando al abrir el papel
veo que contienes un talón;
íntegro el premio Nobel
con la firma de Teresa.
(Cardenal I---)
¡Por Cristo! Que esa mujer
es la bondad en carne y hueso.
(Cardenal II---)
¿Y qué vais a hacer con eso…?
(Marcinkus---)
Se lo pienso devolver.
No sería yo bien nacido
si aceptara este presente.
(Cardenal I---)
¡Vaya lección sorprendente
la que nos da esa mujer…!
(Cardenal II---)
Se lo decimos a él…?
(Cardenal I---)
Sería lo más conveniente;
es un hecho sorprendente,
que le convendría saber.
(Marcinkus---)
No, Eminencias ¡Yo ahí no entro!
¿Y si no echa otra vez…?
(Cardenal II---)
Hemos de correr el riesgo.
(Marcinkus---)
De verdad, ¡Qué no me atrevo!
(Cardenal I---)
¿Acaso le tenéis miedo…?
(Marcinkus---)
No es miedo, es por dignidad.
Ya vieron como me trata…
(Cardenal II---)
¿No habrá algo de soberbia
Marcinkus, en vuestro talante…?
(Marcinkus---)
Eso creéis, Eminencia…
(Cardenal II---)
Yo sólo os pregunto…
(Marcinkus---)
¡Ah, sí! Pues, adelante.
(Vuelven sobres sus pasos los tres Cardenales hacia las estancias del Papa, Ven la puesta entornada y uno de ellos asoma la cabeza sigilosamente, y ve a Su Santidad postrado de rodillas sobre un reclinatorio rezando en voz alta. El Cardenal se vuelve hacia los otros y dice.)
(Cardenal I---)
Está rezando…
(Marcinkus---)
Veámoslo…
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