Voces de un sueño
Se me seca la boca en el oasis de las vidas
que duermen en tanto el mundo brega y muere,
que en el volcán de las ingenuas intenciones,
no son la lava que destruye el mal cimiento,
que son cimientos que transforman en postales
la furia de la tierra y de los hombres que la habitan.
En el origen el hombre no contempló la tierra,
la tuvo, la indagó, la recorrió descalzo,
cayó por sus abismos, anduvo en sus desiertos
y tuvo que morir sin noción de tanta muerte.
Más tarde un lagrimón, la ausencia del hermano,
la rosa que cayó abatida por meteoros,
la sangre en el festín de las fieras que acosaban,
la escasa compasión de la natura y sus vaivenes
forjaron, sacudieron, abrieron laberintos,
en que el misterio tuvo que dar paso a la enseñanza,
a las lecciones de la caza y el refugio y la paciencia,
a la unidad en la experiencia del errante,
a la razón por fin, tras estudiar los hechos.
Y entonces, quizá entonces se despertó la historia,
un reto, una llamada, cicatrices en el pecho
y un hondo respirar sulfuro y aire puro,
secretos, caminillos, prodigios memorables
y labios que el instinto dejó de unir por noches
para albergar en ellos un nombre muy amado.
Pasaron los millones de años que conoces,
iglesias, catedrales, castillos, monumentos,
extrañas vestiduras, joyeles y cloacas,
guerreros y ministros, monarcas, viejos dioses,
esposas, firmamentos y un niño en cada otoño.
Y encuentro en tu sombrero la flor sacrificada,
la miel echada al piso, el perro sin vigilia
y a ti dormido, exacto, perdido en su ausentismo.
Colocas las toallas, revisas cada cheque,
bendices a tus hijos, registras los pasajes,
y naces, creces, arrasas con el tiempo
y entre tus materiales no hay duda que entristeces
sin dar con la canción que oiste en la caverna.
No soy distinto a ti, me duermo en los congresos,
en las conflagraciones del rating y el rosario,
pero padezco adentro de una cierta certidumbre,
de un viejo colofón que dice no es en vano
que estemos tú y yo aquí, nosotros en la injuria,
en pleno carnaval, en la bodega de los tiempos,
en esta desazón de la injusticia repetida,
en esta soledad de un verso, en el consuelo
de ver niños felices mordiendo una manzana.
No sé bien qué decir, me enreda el minotauro,
me atrapan las sirenas, me sigue un dios perdido,
me asalta la belleza de un viejo compromiso,
de un pan por repartir, de una tristeza digna
que exige convocar un nuevo trato bajo el cielo,
una vieja hermandad que ponga fin al ancho olvido.
Recuérdame al final que deje nota de tu nombre,
de tu suave reir, de tus pisadas en la arena,
del ancho socavón en que has ganado un sitio a golpes,
a besos, a guitarras, a noches en pareja.
Recuérdame al salir que no te deje mis zapatos,
los quiero para andar junto a nosotros en el canto,
repíteme esta vez cuál es la voz que necesitas.
De nuevo yo me voy, pero recobro mi garganta.
Se me seca la boca en el oasis de las vidas
que duermen en tanto el mundo brega y muere,
que en el volcán de las ingenuas intenciones,
no son la lava que destruye el mal cimiento,
que son cimientos que transforman en postales
la furia de la tierra y de los hombres que la habitan.
En el origen el hombre no contempló la tierra,
la tuvo, la indagó, la recorrió descalzo,
cayó por sus abismos, anduvo en sus desiertos
y tuvo que morir sin noción de tanta muerte.
Más tarde un lagrimón, la ausencia del hermano,
la rosa que cayó abatida por meteoros,
la sangre en el festín de las fieras que acosaban,
la escasa compasión de la natura y sus vaivenes
forjaron, sacudieron, abrieron laberintos,
en que el misterio tuvo que dar paso a la enseñanza,
a las lecciones de la caza y el refugio y la paciencia,
a la unidad en la experiencia del errante,
a la razón por fin, tras estudiar los hechos.
Y entonces, quizá entonces se despertó la historia,
un reto, una llamada, cicatrices en el pecho
y un hondo respirar sulfuro y aire puro,
secretos, caminillos, prodigios memorables
y labios que el instinto dejó de unir por noches
para albergar en ellos un nombre muy amado.
Pasaron los millones de años que conoces,
iglesias, catedrales, castillos, monumentos,
extrañas vestiduras, joyeles y cloacas,
guerreros y ministros, monarcas, viejos dioses,
esposas, firmamentos y un niño en cada otoño.
Y encuentro en tu sombrero la flor sacrificada,
la miel echada al piso, el perro sin vigilia
y a ti dormido, exacto, perdido en su ausentismo.
Colocas las toallas, revisas cada cheque,
bendices a tus hijos, registras los pasajes,
y naces, creces, arrasas con el tiempo
y entre tus materiales no hay duda que entristeces
sin dar con la canción que oiste en la caverna.
No soy distinto a ti, me duermo en los congresos,
en las conflagraciones del rating y el rosario,
pero padezco adentro de una cierta certidumbre,
de un viejo colofón que dice no es en vano
que estemos tú y yo aquí, nosotros en la injuria,
en pleno carnaval, en la bodega de los tiempos,
en esta desazón de la injusticia repetida,
en esta soledad de un verso, en el consuelo
de ver niños felices mordiendo una manzana.
No sé bien qué decir, me enreda el minotauro,
me atrapan las sirenas, me sigue un dios perdido,
me asalta la belleza de un viejo compromiso,
de un pan por repartir, de una tristeza digna
que exige convocar un nuevo trato bajo el cielo,
una vieja hermandad que ponga fin al ancho olvido.
Recuérdame al final que deje nota de tu nombre,
de tu suave reir, de tus pisadas en la arena,
del ancho socavón en que has ganado un sitio a golpes,
a besos, a guitarras, a noches en pareja.
Recuérdame al salir que no te deje mis zapatos,
los quiero para andar junto a nosotros en el canto,
repíteme esta vez cuál es la voz que necesitas.
De nuevo yo me voy, pero recobro mi garganta.
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