La niña corría por toda la costa, pisando cada grano de arena que se metía entre sus dedos bajo el sol del mediodía. Ella nadaba en la quietud del mar para después perseguir amaneceres.
Un día se encontró con un cielo gris atrapado en soledad. Un hombre de piedra aferrado a la arena miraba de frente al mar esperando en silencio. La niña se llenó los ojos de él, bebió su paz, y durmió bajo su humedad cautiva con la luna única como observador, luna muda que conocía su mala fortuna y jamás le advirtió.
Ella lo amo durante años frágiles. Le hablaba al oído para pintarle una sonrisa, le escribió poemas y se los recitaba a media voz. Sacudía la arena adherida a su cuerpo cuando bailaba a su al rededor. Pero este hombre de piedra cuidaba el horizonte sin poder tocarla, sin poder hablarle, su silencio era absoluto. La deseaba por las noches vacías y calladas. La mala madre noto como en su pecho de piedra ya crecía un amor de té del limonero y lanzo su maldición sobre sus hombros.
Las lágrimas de cristal de la niña de mar cortaron sus ojos; y quedo ciega.
El señor tiempo sintió pena por ella y con su puño caliente le saco el corazón. Los latidos se detuvieron en su mano anciana, y aún tibio se petrifico. El anciano lo soplo y se hizo polvo salando el oscuro mar. Y la llevó con él. Cuando la niña se fue en su último aliento, el hombre de piedra la miro alejándose.
Se perdió en sus aguas y vagó en su propia oscuridad. Hasta que un día se detuvo en un curioso pueblo lleno de tréboles verdes. Ella sintió curiosidad y hallo gente nueva. Ellos cosechaban flores negras, las favoritas del hombre con corona.
Este hombre tenía dos hijos; uno estaba casado con el atardecer y un día cuidaría de hombres y bestias como su padre, y en lo alto habría aves.
El hijo más pequeño miraba con ojos verdes, llameaba su cabello rojo y esperaba con su piel de luna inmóvil. Él llevaba consigo un reloj con la duna dentro, para no extraviar al tiempo, que cazó alguna vez. Tenía una corona con la única estrella una vez hallada, obsequios de su madre fallecida.
Una tarde la niña de mar cruzó su vista. Y sus ojos negros entraron en su piel y dejaron lunares en su espalda. Y el hombre pequeño decidió ir tras ella, pero el padre lo detuvo, le quitó su reloj de arena y su pequeña corona. Y el hijo agradeció la acción del padre. Pues ahora tenía la eternidad para amarla. El padre lo vio alejarse y su enojo se transformó en orgullo, y quebró el reloj de arena contra el piso y lo bendijo. Desde entonces él va tras de sus huellas y es el ángel de la sombra sola.
Y así pasaron mil años entre la arena, pero un día ella se detuvo y sintió los ojos de esmeralda del ángel. El hombre pequeño se llenó de sol quien atestiguo la eternidad. Se acercó a la niña ajena, la tomó en sus brazos y respiró profundo en su oído. Pasó su mano sobre el pecho helado de la niña y la tibieza se esparció sobre la piel de cobre. Su pecho dolió y un corazón latió ahí dentro. Una lágrima de sangre calló en el carbón de su piel y un beso duró para siempre.
Pero ese corazón no era suyo, el primero había muerto; se partió en dos y una mitad la arrastró hacia las aguas, ahogándola mar adentro. El hombre pequeño fue tras ella. Y al perderla un negro abismo entro en sus ojos, y se arrojó al mar enloquecido por primera vez. Pero el tiempo lo encontró antes de alcanzarla. Lo levantó fuera de las aguas y lo sopló como a un diente de león. Se fundió su alma y hallamos viento.
En la lejanía el hombre de piedra fue golpeado con el aroma de su niña. Su cuerpo endurecido se quebró y se l llevo el mar. Pero el cielo escapó y se quedó en lo alto. Donde ahora observa en las estrellas. Algunas cayeron y nacieron rocas; contra las que las olas del mar se azotan.
El viento acaricia a la niña de mar y la furia que desata. Hay rosas azules; y flota en la espuma el sánscrito sagrado en un papiro de piel.
Lara Bazaldúa.
Indautor 2013.
Última edición por Lara Bazaldua el Jue Mar 05, 2020 3:22 pm, editado 1 vez
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