A la ciudad
No juegues, ciudad, a mezquinar tu dicha breve,
no juegues a encerrar a tu habitante en la vitrina,
saca tus árboles a pasear por la azotea,
seca tu llanto en el cordel del mediodía,
qué tienes que perder si ya tienes cementerio,
qué tienes que olvidar si ni tu nombre se halla escrito.
El hombre y la mujer suelen a veces
venir a tu balcón, mirar el cielo exacto
y comprobar a besos que desnudos se agoniza,
se nace y se renace de un muerte disfrutada,
de un acto en que la estrella no es más que un fiel testigo.
En ella se miraron al salir de las cavernas,
al vagar por bosques y desiertos y montañas,
al montar con ramas su primer rincón al hijo
y establecer con semillas el poder de lo que aprenden.
Y tú, ciudad, aun no existías, salvo
en el santo laberinto de hemisferios del cerebro,
en las callejas arteriales del oxígeno y del plasma,
en los caminos dibujados a cuchillo entre las palmas
de una mano, de una herida o de un guerrero que no vuelve.
Por eso naces, porque ya estabas requerida,
porque el rincón de tu belleza era el refugio
que le debían las piedras a todos nuestros sueños.
Y te levantas desde entonces sin neblina,
como los bosques en que anidaron las palomas,
como la hoguera que entibió al sobreviviente
y el puente y la plaza y los portales
en que la vida sorprendió tu semejanza con la historia.
Por tanto ven a dar con tu ventana al horizonte,
echa tu estatua a caminar sin otra sal que la del canto
y abríganos, ciudad, en la aventura
de ser tus habitantes y vecinos en la entrega.
18 07 10
No juegues, ciudad, a mezquinar tu dicha breve,
no juegues a encerrar a tu habitante en la vitrina,
saca tus árboles a pasear por la azotea,
seca tu llanto en el cordel del mediodía,
qué tienes que perder si ya tienes cementerio,
qué tienes que olvidar si ni tu nombre se halla escrito.
El hombre y la mujer suelen a veces
venir a tu balcón, mirar el cielo exacto
y comprobar a besos que desnudos se agoniza,
se nace y se renace de un muerte disfrutada,
de un acto en que la estrella no es más que un fiel testigo.
En ella se miraron al salir de las cavernas,
al vagar por bosques y desiertos y montañas,
al montar con ramas su primer rincón al hijo
y establecer con semillas el poder de lo que aprenden.
Y tú, ciudad, aun no existías, salvo
en el santo laberinto de hemisferios del cerebro,
en las callejas arteriales del oxígeno y del plasma,
en los caminos dibujados a cuchillo entre las palmas
de una mano, de una herida o de un guerrero que no vuelve.
Por eso naces, porque ya estabas requerida,
porque el rincón de tu belleza era el refugio
que le debían las piedras a todos nuestros sueños.
Y te levantas desde entonces sin neblina,
como los bosques en que anidaron las palomas,
como la hoguera que entibió al sobreviviente
y el puente y la plaza y los portales
en que la vida sorprendió tu semejanza con la historia.
Por tanto ven a dar con tu ventana al horizonte,
echa tu estatua a caminar sin otra sal que la del canto
y abríganos, ciudad, en la aventura
de ser tus habitantes y vecinos en la entrega.
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