De dulce estepa, de canto melodioso,
de efímera substancia carcomida,
del soplo de tu aliento, fementida,
la cruel manzana, y el púrpura alimento.
De dócil el letargo donde aflora
la cúspide de mi horadado silencio,
esgrima en lentitud de mi cadencia,
de veraniega forma de conciencia.
Solsticio donde abruma la mirada,
leve tomas el clavel que me inficiona
la púrpura nevada del aroma:
el místico lunar donde tu piel exhuma.
La dócil rosa donde el perfume a llamaradas
adueña cóncavos retratos de la arcilla
donde la miel de la lluvia en la tierrilla
compacta redes de sangre perfumada…
Elogio de cincel, no atesorada,
el calmo del pincel que alumbra tanto,
no es sílaba de amor ni del quebranto,
alude al cristal que espejos no declaras,
la sombra y senectud de mi sonrisa,
por el alba la cornisa;
en espejos y sombra abismales no me inflijo,
la lúgubre claridad de tu silencio.
Pero al alba,
mi lágrima se ha ido,
y en mi letargo vespertino no se asombra
el Cristo que repara y que me salva
de mis intentos de huir de mi sonrisa.
Aleves cantos y púrpuras mañanas,
enclaves misteriosos del aroma,
de la manzana que a tientas en la rama
anega el néctar y dulce lo consuma.
de efímera substancia carcomida,
del soplo de tu aliento, fementida,
la cruel manzana, y el púrpura alimento.
De dócil el letargo donde aflora
la cúspide de mi horadado silencio,
esgrima en lentitud de mi cadencia,
de veraniega forma de conciencia.
Solsticio donde abruma la mirada,
leve tomas el clavel que me inficiona
la púrpura nevada del aroma:
el místico lunar donde tu piel exhuma.
La dócil rosa donde el perfume a llamaradas
adueña cóncavos retratos de la arcilla
donde la miel de la lluvia en la tierrilla
compacta redes de sangre perfumada…
Elogio de cincel, no atesorada,
el calmo del pincel que alumbra tanto,
no es sílaba de amor ni del quebranto,
alude al cristal que espejos no declaras,
la sombra y senectud de mi sonrisa,
por el alba la cornisa;
en espejos y sombra abismales no me inflijo,
la lúgubre claridad de tu silencio.
Pero al alba,
mi lágrima se ha ido,
y en mi letargo vespertino no se asombra
el Cristo que repara y que me salva
de mis intentos de huir de mi sonrisa.
Aleves cantos y púrpuras mañanas,
enclaves misteriosos del aroma,
de la manzana que a tientas en la rama
anega el néctar y dulce lo consuma.
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