2. Soledades
Se levantaba todos los días, y el ejercicio era el mismo. Encender el ordenador, prender la TV. Poner a funcionar la percoladora. Ir al baño, echarse la orinada del día y luego… decidir que hacer para comer.
Espantándose los fantasmas de la soledad, se ponía a armar su mundo en solitario. Se acomodaba en el sofá y veía las noticias. Y no quería pensar. Ni siquiera recordar. La vida se le escapaba de las venas, el olor a muerte se acercaba, incipiente, amenazante cada día.
Oyó en el Messenger sonar, una persona nueva. ¿Quién será? La chica aquella a que le dio entrada el otro día. La de las risas, la que le insinuaba sus años mozos. La que le recordaba el olor a amor. Se sintió impulsado a contestar el saludo, y dejó la comodidad del mullido sofá, y se acomodó en la silla... y así empezó.
Cuando estaba con ella se inventaba un mundo diferente, le brillaba el sol, era un Quijote, sin su Sancho Panza. Sus dotes de enamorado romántico, le salían por los poros y la enamoró. Le hizo soñar con castillos en el aire. Le enviaba besos, flores poemas y todos los amores. Le gritaba que era feliz, que tenía una vida, que quería compartirla con ella. Pero luego, al apagar el ordenador, todo se convertía otra vez en una rutina gris y aciaga.
Y así pasaba sus días, entre la monotonía de la jubilación, los noticiarios de TV. El restaurante de abajo, el cafetín del amigo Pepe, y la tía aquella que le gritaba cuando llegaba a visitarlo, porque era tan vieja como él, y no escuchaba… olían los dos a soledad, a piel ajada, a cuerpos mustios.
Pero cuando se encontraba con la niña, le salía el príncipe guardado. Se creía lo del corcel y los dragones. Le inventaba las historias más increíbles. Le contaba del fin de semana en que salió a paseo, de sus días interminables en el yate de su amigo. De su piel tostada por el mar y los días que pasaba tomando sus copas y comiendo sus mariscos, a la orilla de la playa.
La niña se creía la historia, y lo amaba en la lejanía, soñando un día poder amarlo, poder tocar ese príncipe lejano que parecía tan hermoso. Y así se fueron enamorando, envueltos en ambrosías de colores, anhelando estar juntos y unir sus cuerpos. Una viva, como la flor y el otro a punto de sucumbir al tiempo. Los anhelos se escuchaban tan reales, las mentiras parecían verdades, y un día la niña le dijo que se iba a su encuentro, que partiría a su mundo, que quería ser suya.
Y de pronto la realidad lo golpeó, con toda la fuerza… y se dio cuenta del error, de la mentira, y mando a la niña la carta mas amarga de su vida. Diciéndole que el amor no existía… que no se yo que cosas… que si… que no… pero que lo de ellos no era sino una mentira, una fantasía, que a él le había gustado vivirla, pero hasta allí llegaba todo.
Y se perdió en las sombras de su mundo cruel y solitario… se dejo vencer por el miedo y por la soledad… se apago en su cama y un buen día, nadie lo volvió a encontrar, nadie volvió a sentir su caminar cabizbajo por las calles…
Se levantaba todos los días, y el ejercicio era el mismo. Encender el ordenador, prender la TV. Poner a funcionar la percoladora. Ir al baño, echarse la orinada del día y luego… decidir que hacer para comer.
Espantándose los fantasmas de la soledad, se ponía a armar su mundo en solitario. Se acomodaba en el sofá y veía las noticias. Y no quería pensar. Ni siquiera recordar. La vida se le escapaba de las venas, el olor a muerte se acercaba, incipiente, amenazante cada día.
Oyó en el Messenger sonar, una persona nueva. ¿Quién será? La chica aquella a que le dio entrada el otro día. La de las risas, la que le insinuaba sus años mozos. La que le recordaba el olor a amor. Se sintió impulsado a contestar el saludo, y dejó la comodidad del mullido sofá, y se acomodó en la silla... y así empezó.
Cuando estaba con ella se inventaba un mundo diferente, le brillaba el sol, era un Quijote, sin su Sancho Panza. Sus dotes de enamorado romántico, le salían por los poros y la enamoró. Le hizo soñar con castillos en el aire. Le enviaba besos, flores poemas y todos los amores. Le gritaba que era feliz, que tenía una vida, que quería compartirla con ella. Pero luego, al apagar el ordenador, todo se convertía otra vez en una rutina gris y aciaga.
Y así pasaba sus días, entre la monotonía de la jubilación, los noticiarios de TV. El restaurante de abajo, el cafetín del amigo Pepe, y la tía aquella que le gritaba cuando llegaba a visitarlo, porque era tan vieja como él, y no escuchaba… olían los dos a soledad, a piel ajada, a cuerpos mustios.
Pero cuando se encontraba con la niña, le salía el príncipe guardado. Se creía lo del corcel y los dragones. Le inventaba las historias más increíbles. Le contaba del fin de semana en que salió a paseo, de sus días interminables en el yate de su amigo. De su piel tostada por el mar y los días que pasaba tomando sus copas y comiendo sus mariscos, a la orilla de la playa.
La niña se creía la historia, y lo amaba en la lejanía, soñando un día poder amarlo, poder tocar ese príncipe lejano que parecía tan hermoso. Y así se fueron enamorando, envueltos en ambrosías de colores, anhelando estar juntos y unir sus cuerpos. Una viva, como la flor y el otro a punto de sucumbir al tiempo. Los anhelos se escuchaban tan reales, las mentiras parecían verdades, y un día la niña le dijo que se iba a su encuentro, que partiría a su mundo, que quería ser suya.
Y de pronto la realidad lo golpeó, con toda la fuerza… y se dio cuenta del error, de la mentira, y mando a la niña la carta mas amarga de su vida. Diciéndole que el amor no existía… que no se yo que cosas… que si… que no… pero que lo de ellos no era sino una mentira, una fantasía, que a él le había gustado vivirla, pero hasta allí llegaba todo.
Y se perdió en las sombras de su mundo cruel y solitario… se dejo vencer por el miedo y por la soledad… se apago en su cama y un buen día, nadie lo volvió a encontrar, nadie volvió a sentir su caminar cabizbajo por las calles…
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