La muerte las unió por aquel día,
pero tuvieron vidas separadas,
como los rasgos de sus fisonomías.
Joven y hermosa una.
La otra; vieja, fea, pequeña y desgarbada.
De manos finas y dedos de alabastro,
hechos para el amor y la caricia
una.
De manos grandes y dedos desformados,
hechos para el trabajo y la fatiga
otra.
De la pompa y el lujo
cautiva era la una abiertamente,
y gozando placeres en la vida
vivió, siendo la musa indiscutida
de las clases más altas y pudientes.
La otra,
del dolor enamorada,
andaba entre leprosos e indigentes,
entre miseria y carnes ulceradas,
respirando el aliento putrefacto
y el olor agridulce de las llagas.
Por eso digo que:
¡Nada las unía!
Por eso digo que:
¡Un abismo a las dos las separaba!
La una era princesa;
un titulo, quizá que le agobiaba.
Y murió en un lujoso auto;
como muere cualquiera en el asfalto.
La otra, no era nada,
simplemente Teresa;
pero, Madre todo el mundo la llamaba.
Ésta murió en su cama,
y pese a su pobreza,
no le faltó la mano amiga que al morir
le aguantase la cabeza.
Descanse en paz Teresa.
Descanse en paz Diana.
Recaredo.
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