La calle de las lágrimas no tiene un lugar reservado para estacionar perdones, tampoco admite proyectos apologéticos o difamaciones a escape abierto.
Los árboles, troncos viejos, han perdido las hojas que escuetos suspiros afiebrados se llevaron lejos; palabras sin tiempo e inofensivos oráculos - en los que nadie cree - proporcionan el estímulo necesario a la levedad melancólica de la brisa que se desliza por esa calle como una culebra dispuesta a despojarse de sus capas.
La gangrena proviene de la raíz, no hay pájaros ni grillos; las avispas desoladas, a contra razón, abandonaron hace mucho tiempo su orfebrería. De hecho era la certeza de la verdad lo que tornaba irrelevante la conciencia.
Tampoco se oyen taconeos ágiles o el sobresalto de los piojos de la noche.
La luz, difusa y vacilante proviene de las almas que fueron voluntad y confianza. A la hora dispuesta para los placeres triviales es posible verlas tras sus propias huellas buscando el comienzo.
Infrecuentes o casi olvidados, los aldabonazos impacientes, santo y seña del amante, ya ni siquiera reúnen una nota ¿Quién contestaría? Apenas el señor cartero de breve recorrida, obtiene respuestas apagadas de algún delirante expuesto a esperas inútiles.
Las nubes, perpetuamente alargadas y frágiles como las venas de un difunto han advertido al sol:
¿Conoces la amenaza de diluirte en esa call
Los lustrosos adoquines registran el hálito solapado de fatigados peregrinos que cada tarde-noche se ilustran de gracias prosaicas y bártulos de breve felicidad
El tiempo mismo, olvidado de lo eterno, se ha encerrado en los balcones ruinosos.
Desde las puntas de hierro centenario penden hechizos de comedia y estandartes de tela deshilachada.
Un poco más acá, apiñados sobre carruajes malbaratados, los espectros de miriñaque y chistera saludan a la niña pecosa, sentada en el umbral de la casa más alejada de la iglesia con la cabeza apoyada en el hueco de sus manitas.
El látigo restalla sobre cuatro bestias de cadera partida, ajenas a su suerte y a las muecas solitarias de los serafines marmóreos que han quedado como mudo testimonio del penúltimo día.
Uno de por ahí le ha ordenado a la niña esperar los aguaceros de marzo que devolverán la vida al canto, pulir juiciosamente los trebejos de las alacenas, confundirse con el paisaje y mantener la lumbre encendida. Siempre”.
El viento negro ruge en lontananza. “Aprestaos los ilustres embusteros, los menesterosos a sueldo, los diletantes del mal”. Ruge. Sorprendido un alacrán asoma su espina letal… No hay apuro, sabe aguardar.
Continúa el viento negro:“Os depositaré en esos lares y habréis de liberaros de mí con el compromiso de cuidar a la niña.”
Se dirige a una larga caravana de memorias trágicas que se ha demorado inconvenientemente no obstante, percibirse ya los gemidos lejanos que a primera hora del día suelen confundirse con aires de venganza. A las tales del poniente transmiten impotencia.
Desheredados e impugnados Reyes Magos le acercan a la niña humildes ofrendas. La oportunidad y la actitud no se explica: Dejan a sus pies tonos impropios redescubriendo su coraje.
”Al fin cuesta menos ser infeliz”, le dicen para conformarla.
La niña, ocultando su irritación, se sopla un desvaído mechón de pelo por respuesta.
Sobre una escala de materia inútil se sacuden los harapos de una bandera más ancha que larga, franjeada en alterno con sombras de brazos desafiantes que al anochecer tórnanse masa informe. Sin agua, sin sangre, sin recordarles su furia de ayer, el alba reinstala en ellos el talante perdido.
Un papagayo tartajoso revolotea entre los hilos de un títere manipulado por un viejo enclenque. Sultán jubilado, carnes pegadas a los huesos, repite incesantemente en la angustiosa penumbra de su fin:
“Mi corazón está ahora satisfecho y mi ánimo tranquilo”
Luis Alberto Gontade Orsini
Enero de 2013
Los árboles, troncos viejos, han perdido las hojas que escuetos suspiros afiebrados se llevaron lejos; palabras sin tiempo e inofensivos oráculos - en los que nadie cree - proporcionan el estímulo necesario a la levedad melancólica de la brisa que se desliza por esa calle como una culebra dispuesta a despojarse de sus capas.
La gangrena proviene de la raíz, no hay pájaros ni grillos; las avispas desoladas, a contra razón, abandonaron hace mucho tiempo su orfebrería. De hecho era la certeza de la verdad lo que tornaba irrelevante la conciencia.
Tampoco se oyen taconeos ágiles o el sobresalto de los piojos de la noche.
La luz, difusa y vacilante proviene de las almas que fueron voluntad y confianza. A la hora dispuesta para los placeres triviales es posible verlas tras sus propias huellas buscando el comienzo.
Infrecuentes o casi olvidados, los aldabonazos impacientes, santo y seña del amante, ya ni siquiera reúnen una nota ¿Quién contestaría? Apenas el señor cartero de breve recorrida, obtiene respuestas apagadas de algún delirante expuesto a esperas inútiles.
Las nubes, perpetuamente alargadas y frágiles como las venas de un difunto han advertido al sol:
¿Conoces la amenaza de diluirte en esa call
Los lustrosos adoquines registran el hálito solapado de fatigados peregrinos que cada tarde-noche se ilustran de gracias prosaicas y bártulos de breve felicidad
El tiempo mismo, olvidado de lo eterno, se ha encerrado en los balcones ruinosos.
Desde las puntas de hierro centenario penden hechizos de comedia y estandartes de tela deshilachada.
Un poco más acá, apiñados sobre carruajes malbaratados, los espectros de miriñaque y chistera saludan a la niña pecosa, sentada en el umbral de la casa más alejada de la iglesia con la cabeza apoyada en el hueco de sus manitas.
El látigo restalla sobre cuatro bestias de cadera partida, ajenas a su suerte y a las muecas solitarias de los serafines marmóreos que han quedado como mudo testimonio del penúltimo día.
Uno de por ahí le ha ordenado a la niña esperar los aguaceros de marzo que devolverán la vida al canto, pulir juiciosamente los trebejos de las alacenas, confundirse con el paisaje y mantener la lumbre encendida. Siempre”.
El viento negro ruge en lontananza. “Aprestaos los ilustres embusteros, los menesterosos a sueldo, los diletantes del mal”. Ruge. Sorprendido un alacrán asoma su espina letal… No hay apuro, sabe aguardar.
Continúa el viento negro:“Os depositaré en esos lares y habréis de liberaros de mí con el compromiso de cuidar a la niña.”
Se dirige a una larga caravana de memorias trágicas que se ha demorado inconvenientemente no obstante, percibirse ya los gemidos lejanos que a primera hora del día suelen confundirse con aires de venganza. A las tales del poniente transmiten impotencia.
Desheredados e impugnados Reyes Magos le acercan a la niña humildes ofrendas. La oportunidad y la actitud no se explica: Dejan a sus pies tonos impropios redescubriendo su coraje.
”Al fin cuesta menos ser infeliz”, le dicen para conformarla.
La niña, ocultando su irritación, se sopla un desvaído mechón de pelo por respuesta.
Sobre una escala de materia inútil se sacuden los harapos de una bandera más ancha que larga, franjeada en alterno con sombras de brazos desafiantes que al anochecer tórnanse masa informe. Sin agua, sin sangre, sin recordarles su furia de ayer, el alba reinstala en ellos el talante perdido.
Un papagayo tartajoso revolotea entre los hilos de un títere manipulado por un viejo enclenque. Sultán jubilado, carnes pegadas a los huesos, repite incesantemente en la angustiosa penumbra de su fin:
“Mi corazón está ahora satisfecho y mi ánimo tranquilo”
Luis Alberto Gontade Orsini
Enero de 2013
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