La madre sola
Se quedó sola como la lluvia
de la que todos huyen cuando más los busca.
Ella no estaba más que haciendo un gesto
de reina, de mulata, de nieve en la azotea
cuando el geranio sol se abalanzó en su vientre,
cuando en el blando palomar el meteoro
se le asentó en la noche de su errar sin laberinto.
Hubo un caballo que naufragó a lo lejos,
los peces lo encontraron sin jinete,
las piedras se alhajaron de ese musgo,
y el pálpito trazó una adivinanza sin regreso.
En horas de temor una montaña se hizo añicos,
tomando los fragmentos ella cantó una luz celeste,
se impuso, se alegró de aquellos tiempos sin el aire
y amamantó en sus sueños las galas de la aurora.
A veces, sin razón, en el espejo de los años,
la suele visitar el viejo enigma, el hombre
que esa vez dejó su piel ardiendo
y un hijo abandonó bajo la lluvia que caía.
Sin otro rostro que el del viejo sortilegio,
sin más piedad que la caverna en que habitaron
y el resplandor de un arcoiris que se volvió tesoro,
merienda, voluntad, pezones que amamantan.
El hijo es el recuerdo del futuro ensimismado,
un rey a voluntad en los faldones de la tarde
y en la caricia que alivió su soledad de mar sin puerto.
Las horas no se irán, le dice el firmamento,
las estrellas menos, le dicen esas horas,
sólo ella se preocupa de sus manos amasadas
por tardes sin amor, por gestos a distancia,
por fiebres sin curar ni el abrazo de la ausencia.
El hijo la regresa a la nación de lo posible,
del viaje a la emoción, del libro en que no escribe
ni lee más que al sol de la verdad que es su palabra.
Entonces al final una oración es su leyenda
y llueve sin razón en plena edad de hacerse firme.
19 08 10
Se quedó sola como la lluvia
de la que todos huyen cuando más los busca.
Ella no estaba más que haciendo un gesto
de reina, de mulata, de nieve en la azotea
cuando el geranio sol se abalanzó en su vientre,
cuando en el blando palomar el meteoro
se le asentó en la noche de su errar sin laberinto.
Hubo un caballo que naufragó a lo lejos,
los peces lo encontraron sin jinete,
las piedras se alhajaron de ese musgo,
y el pálpito trazó una adivinanza sin regreso.
En horas de temor una montaña se hizo añicos,
tomando los fragmentos ella cantó una luz celeste,
se impuso, se alegró de aquellos tiempos sin el aire
y amamantó en sus sueños las galas de la aurora.
A veces, sin razón, en el espejo de los años,
la suele visitar el viejo enigma, el hombre
que esa vez dejó su piel ardiendo
y un hijo abandonó bajo la lluvia que caía.
Sin otro rostro que el del viejo sortilegio,
sin más piedad que la caverna en que habitaron
y el resplandor de un arcoiris que se volvió tesoro,
merienda, voluntad, pezones que amamantan.
El hijo es el recuerdo del futuro ensimismado,
un rey a voluntad en los faldones de la tarde
y en la caricia que alivió su soledad de mar sin puerto.
Las horas no se irán, le dice el firmamento,
las estrellas menos, le dicen esas horas,
sólo ella se preocupa de sus manos amasadas
por tardes sin amor, por gestos a distancia,
por fiebres sin curar ni el abrazo de la ausencia.
El hijo la regresa a la nación de lo posible,
del viaje a la emoción, del libro en que no escribe
ni lee más que al sol de la verdad que es su palabra.
Entonces al final una oración es su leyenda
y llueve sin razón en plena edad de hacerse firme.
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