Corría, reía, se lanzaba por aventuras, un día era Batman, otro día era un pirata. Su cama se convertía en su reino, y su habitación su feudo.
Tenia lapiceras de colores que utilizaba para dibujar sus sueños, y papel, mucho papel que hacia bolitas y encestaba en el basurero.
Su música era la mejor. Bailaba al compás de los Rolling Stones, y sacudía la cabeza, cuando escuchaba a los Beatles.
Los robots eran su pasión, de todos colores, de todos tamaños los alineaba en fila, y los dirigía cual dictador empecinado en obtener lo mejor de su ejército. Y el poster en su pared, el elemento vital para poder realizar sus sueños… era Matzinger Z, erguido y combativo con las manos empuñadas… y atrás el paisaje desolador de un Tokio destruido pero al fin del cabo, redimido por su héroe…
La bicicleta era su medio, daba largas rondas por la cuadra. Y cuando se reunían con sus amigos era de armar el giro al barrio. Con jueces en cada esquina, Armstrong no le ganaría, el era el que se llevaría el maillot de la vuelta. De triunfo y en el podio, como ganador, una botella de dos litros de Pepsi, y la tomaban todos, porque los niños no tienen egoísmo.
El perro de la esquina era su mayor temor… lo perseguía con los ojos cuando el niño pasaba, y él rezándole a todos sus santitos. Para que la bestia no le persiguiera. Lo paralizaba, era su dragón.
Caminaba muchísimo, para el descubrirle formas a las nubes era su deleite. Un día vio en el cielo un concorde, otro día, a su héroe de acción, pero siempre miraba hacia arriba, siempre soñaba, siempre reía…
Y al llegar a su casa, su reina. La madre que amorosa lo recibía, y lo cobijaba en su seno. El se sentaba en su regazo y ponía la cabeza en su pecho… y rogaba que ese pum… pum… de su corazón nunca se apagara… ella era su centro, su fuente, su vida…
No entendió nunca a los adultos… no sabía por que había una transición del niño al hombre, como se podía perder tanta alegría y tanta ilusión. Como no soñar con el barrilete que llega al cielo, como no cortar ese hilo y reírse como él lo hacía. Como no encontrar placer en tomarse un helado y embarrarse la cara, y que le importaba a él lo que dijera la gente… la camisa manchada de fresa, de chocolate, de vainilla, cualquiera que fuera el sabor del día… o los sabores en su caso.
Aun me encuentro con el niño… cuarenta años después… soñando con barriletes, manchadas las comisuras de sus labios de chispas de chocolate insinuando un helado devorado… su risa ya no es la misma, creo que el adulto se le metió un poco a la fuerza, pero es él… lo pude reconocer por el brillo en sus ojos… y porque llevaba una mancha de fresa en su solapa…
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