Odisea hacia los pies de Afrodita
Érase mi bienaventurado trance
de luz acarreado con la sombra de mi altiva desesperación
en un robo de milagro concedido por el viento y la tormenta
del desierto,
donde yacía
encubierto a los ágapes de un bocado hambriento en el regazo de la Luna
que me inmortalizaba en un único suspiro sediento
de bonanza y rojos ardores,
revolcado hacia las nubes
que de arena se ceñían
invitando los peces de ese tumulto dorado bajo soles de esperanza
correr tras los lazos del Olimpo, negando su ardor
como una clepsidra que bajábase un poco más
para vestir mi sed
de nubes,
y en holocausto de mis piernas
azoté la tormenta que me invadía con noches cegadoras
imbuidas para amar mi libertad, en soplos segados de hedores
de barro y ausentes de navíos
en sólo estupores de bengalas y ascuas tenebrosos,
invitando
a las orillas ciegas de mi nocturnas huellas
cegadas de albor
y distinguiendo el aroma de señuelos, venerando el dote
de claroscuros pañuelos que en la selva se dormían
y volábanse al encuentro de mieles poderosas
cuyas abejas picábanme en olas de calor
y de noches cegadoras
en ecos de llanto, y
cuando cesaba la tormenta,
otra vez en el desierto me azotaban con los soles
la bandera hirviente de su resplandor en mis ojos oscuros
de sudor sombrío,
y, hacia el ardor, mi sed se incorporaba en el trueno,
y fui bandada poderosa de sinergia y espanto
en robustez de azor, de águila y paloma tan dorada,
que sus pasos me vertieron en el lodo
como una ausente charca invitaba el frío hedor
de una serpentina ó lid de serpientes nacaradas
sobre la repticular fragancia que las esculpía,
y yo, corría de un lado para otro,
para sortear los obstáculos del miedo
hasta que la rüina de su labor frenética me desolló como una nave
en el viento de tus alas, Ninfa!
Y vi que aquellas ciegas esperas me traían otra vez a la tormenta,
y los ríos y los mares ciegos de pulcros arrebatos me inculcaban la probeta
de una niñez que la herrumbre de las anclas servía de homenaje
a mi nado,
mientras me revolcaban las olas, y el viento, y sacudía mi cabello y percudía mi piel
la duna embebida de monstruos que libaban el celo de mi desvelo
en alcurnias hechas para darme pavor
y encenderme a las frescas esperanzas por sobrevivir
un duelo de constancias y de silbados peces, que desnudos no oirían mi socorro
hasta que las orillas me apresaron con el cielo y en los vientos, la lluvia
y la tormenta fue
mi albedrío
donde la cuna a mi semblante
fue la mazmorra repentina
de mi oro y mis carbunclos helados de solos rasgos prósperos
en el silencio del helado manantial del helado verso
que acometía,
otra vez en el desierto,
y la sed y la estima disminuía hasta ser otra vez mi cuerpo de arrebatos
revolcándome por los lastres que las Lunas me dejaban,
atrás, del mediodía y el celo de los astros…
…Por fin dos águilas doradas, colectaron mi herido cuerpo,
y lo alzaron como bóveda sinuosa al tropel celeste
de las alturas divinas en el celo de sus alas
y el sol cremaba lo que quedaba de mi ropaje hecho jirones
manto de sucio ardor,
y mientras el cielo comenzaba a ser frescura entre las nubes
las aves me dejaron al pie
de mármoles y alabastros desconocidos, de tal nívea belleza,
que el nácar perdido de unas flores perfumaba mis oídos
con la selvática expresión de mis olfatos no dormidos,
hasta la cuna de los pies de Afrodita,
cuya seda y extrema belleza me desafiaba y prometía mil encantos y placeres
pero al ver mis pies llenos de lodo,
y sucio mi cuerpo por heridas no sanadas,
me echó del Olimpo otra vez a vagar por lodazales y herrumbres eternas,
cómo fui, no lo he visto! Pero aún sigo rodando en penurias y mares y en las noches
Ooh! Válgame, la sangre!
mi Luna es la única esperanza...!
Érase mi bienaventurado trance
de luz acarreado con la sombra de mi altiva desesperación
en un robo de milagro concedido por el viento y la tormenta
del desierto,
donde yacía
encubierto a los ágapes de un bocado hambriento en el regazo de la Luna
que me inmortalizaba en un único suspiro sediento
de bonanza y rojos ardores,
revolcado hacia las nubes
que de arena se ceñían
invitando los peces de ese tumulto dorado bajo soles de esperanza
correr tras los lazos del Olimpo, negando su ardor
como una clepsidra que bajábase un poco más
para vestir mi sed
de nubes,
y en holocausto de mis piernas
azoté la tormenta que me invadía con noches cegadoras
imbuidas para amar mi libertad, en soplos segados de hedores
de barro y ausentes de navíos
en sólo estupores de bengalas y ascuas tenebrosos,
invitando
a las orillas ciegas de mi nocturnas huellas
cegadas de albor
y distinguiendo el aroma de señuelos, venerando el dote
de claroscuros pañuelos que en la selva se dormían
y volábanse al encuentro de mieles poderosas
cuyas abejas picábanme en olas de calor
y de noches cegadoras
en ecos de llanto, y
cuando cesaba la tormenta,
otra vez en el desierto me azotaban con los soles
la bandera hirviente de su resplandor en mis ojos oscuros
de sudor sombrío,
y, hacia el ardor, mi sed se incorporaba en el trueno,
y fui bandada poderosa de sinergia y espanto
en robustez de azor, de águila y paloma tan dorada,
que sus pasos me vertieron en el lodo
como una ausente charca invitaba el frío hedor
de una serpentina ó lid de serpientes nacaradas
sobre la repticular fragancia que las esculpía,
y yo, corría de un lado para otro,
para sortear los obstáculos del miedo
hasta que la rüina de su labor frenética me desolló como una nave
en el viento de tus alas, Ninfa!
Y vi que aquellas ciegas esperas me traían otra vez a la tormenta,
y los ríos y los mares ciegos de pulcros arrebatos me inculcaban la probeta
de una niñez que la herrumbre de las anclas servía de homenaje
a mi nado,
mientras me revolcaban las olas, y el viento, y sacudía mi cabello y percudía mi piel
la duna embebida de monstruos que libaban el celo de mi desvelo
en alcurnias hechas para darme pavor
y encenderme a las frescas esperanzas por sobrevivir
un duelo de constancias y de silbados peces, que desnudos no oirían mi socorro
hasta que las orillas me apresaron con el cielo y en los vientos, la lluvia
y la tormenta fue
mi albedrío
donde la cuna a mi semblante
fue la mazmorra repentina
de mi oro y mis carbunclos helados de solos rasgos prósperos
en el silencio del helado manantial del helado verso
que acometía,
otra vez en el desierto,
y la sed y la estima disminuía hasta ser otra vez mi cuerpo de arrebatos
revolcándome por los lastres que las Lunas me dejaban,
atrás, del mediodía y el celo de los astros…
…Por fin dos águilas doradas, colectaron mi herido cuerpo,
y lo alzaron como bóveda sinuosa al tropel celeste
de las alturas divinas en el celo de sus alas
y el sol cremaba lo que quedaba de mi ropaje hecho jirones
manto de sucio ardor,
y mientras el cielo comenzaba a ser frescura entre las nubes
las aves me dejaron al pie
de mármoles y alabastros desconocidos, de tal nívea belleza,
que el nácar perdido de unas flores perfumaba mis oídos
con la selvática expresión de mis olfatos no dormidos,
hasta la cuna de los pies de Afrodita,
cuya seda y extrema belleza me desafiaba y prometía mil encantos y placeres
pero al ver mis pies llenos de lodo,
y sucio mi cuerpo por heridas no sanadas,
me echó del Olimpo otra vez a vagar por lodazales y herrumbres eternas,
cómo fui, no lo he visto! Pero aún sigo rodando en penurias y mares y en las noches
Ooh! Válgame, la sangre!
mi Luna es la única esperanza...!
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