mientras mira pasar los transeúntes,
sin reparar en su propio aspecto,
que no llega ni a la categoría de ridículo.
Cree estar sentado justo
en la cúspide del mundo,
y que los demás
delimitados o borrosos a su vista,
distantes e imposibles,
o tan cercanos que tuercen la cabeza
para no soportarle el aliento,
están en sus laderas,
a su alrededor, como galaxias seducidas
por un astro supremo.
Sin parar de gesticular ni por asomo,
ha olvidado que la Tierra se la pasa girando
y no se detendrá por sus convenios.
En su conversación sólo importa el pequeñito universo
que sale de su boca.
Y mira al otro, al verdadero,
de soslayo y restándole dimensión:
a los verdugos que están exterminando,
a su mujer que deja entrar a un amigo
(mientras los vecinos disimulados
no ven nada),
al planeta que se cocina al horno,
a la injusticia,
o al pan que deberá comprar
antes de volver a su casa.
Para él sólo interesa él mismo
y su conferencia.
Pero muy pocos,
tal vez ni su público ocasional,
llegarán a anoticiarse
de su charla frívola,
mezquina,
o si se quiere
absolutamente trascendental.
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